Acerca del hogar paterno del personaje del cual quiero hablarte hoy, alguien dijo una vez: «Era una casa donde Jesús era un invitado permanente, y donde los moradores en ella respiraban una atmósfera de oración».
En 1865, en Illinois, Estados Unidos, nació un hombre llamado John Hyde. Probablemente en alguna otra ocasión volveremos a relatar un poco sobre su vida, porque es realmente impresionante. Era hijo de un fiel ministro presbiteriano, de piedad ferviente, amable e incansable; y su madre fue una mujer laboriosa y dedicada, que disfrutaba de una espiritualidad dulce y feliz.
Desde joven John se destacó mucho en sus estudios, al punto que al graduarse de la escuela le ofrecieron trabajo como maestro de la misma institución. Sin embargo, Dios y John tenían planes diferentes. En respuesta a lo que sentía que era un llamado divino, se matriculó en un seminario en Chicago.
En el último año del curso, el seminario estaba conmocionado por el frenesí de las misiones extranjeras, y John también comenzó a sentir cierta inquietud. Llegó una noche, cerca de las once, al cuarto de su amigo Konkle pidiéndole que le enumerara todos los argumentos que tenía para irse de misionero.
En una conversación que fue más silencio que palabras, Hyde se convenció de aguardar una directriz de su Señor antes de decidir. A la mañana siguiente camino a la capilla Konkle sintió un toque en su hombro. Se volvió y vio el fogoso rostro de John. Solamente le dijo: «Es seguro, Konkle».
Sin embargo, al embarcarse para la India en octubre de 1892, John deseaba colaborar con Dios en la salvación de los hombres que vivían en tinieblas, sí. Pero a la vez también aspiraba convertirse en un misionero famoso, dominar varios idiomas y grabar su nombre en la historia.
En su camarote halló una carta de un amigo de su padre a quien él admiraba por la profundidad de su vida espiritual. Al leerla, se escandalizó por las palabras «No dejaré de orar por ti hasta que seas lleno del Espíritu Santo». Claramente, esa frase implicaba que hasta ahora Hyde no había sido bautizado con el Espíritu.
Tiró la carta a un rincón y subió a cubierta. Años después confesaría: «Mi orgullo fue tocado, y me sentí muy enfadado. Yo amaba al remitente, conocía la vida santa que él llevaba. Y en mi corazón tuve la convicción de que él tenía razón».
Al regresar a su cuarto todo se aclaró. Empezó a verse a sí mismo y a sus propias ambiciones egoístas. Vio su orgullo y su vanidad. Reconoció que no estaba capacitado para ser un misionero. Y empezó a clamar a Dios con desesperación por su Espíritu.
Y Dios definitivamente contestó su oración.
¿Sabes? Reconocer el orgullo descarado es fácil. Tú y yo lo notamos a leguas en los demás, e incluso en nosotros mismos. Es un problema por supuesto, ¡uno muy grande!; pero hay un problema todavía más grave y sutil: el orgullo disfrazado. Disfrazado de aspiraciones nobles.
Con esta clase de orgullo se enfrentó John Hyde. Y aunque ambos son igual de peligrosos, buena parte de las veces el segundo pasa desapercibido a nuestros ojos. Lo que lo hace tanto más peligroso.
Pero al fin y al cabo, ¿qué dice la Biblia en cuanto al orgullo?
El orgullo como un pecado detestable
Bíblicamente se usan varios términos que fungen como sinónimos y que dan a entender una actitud llena de suficiencia, arrogancia y vanagloria. Textos como Isaías 2:11, 12, 17 y Jeremías 48:29, recopilan para nosotros algunos de estos adjetivos: altivo, soberbio, enaltecido, arrogante, orgulloso, altanero.
Todos estos se refieren a un problema central que los reúne en torno de sí. Aunque cada uno en particular contempla un aspecto de ese problema central específico (no muy distinguible a veces).
¿Y cuál es el problema central? Podemos definirlo como adoración al yo. Yo en el centro del mundo, yo como formando una clase superior, mis talentos y méritos por encima de todos, yo como el que tengo la razón. ¿Aplausos? Para mí, por supuesto. ¿Elogios? Pasen por aquí. ¿Una queja, crítica? No la necesito, gracias.
De este problema central se desprenden la alabanza propia, el menosprecio, la crítica y el pisoteo a los demás, la sorda perseverancia en el malhacer, la ceguera a los defectos propios, la autosuficiencia, y tantas otras actitudes repulsivas…
La perspectiva que se da de tales personas no es positiva. Para nada. De hecho, el orgullo es un pecado muy odioso a la vista de Dios. Proverbios 8:13, por ejemplo, deja en claro que Dios aborrece la “soberbia y la arrogancia”. Para él “es abominación todo altivo de corazón” (Proverbios 16:5, 6:17).
Proverbios 21:4 dice también que “altivez de ojos, y orgullo de corazón […] son pecado”. “Toda jactancia es mala”, según Santiago (Santiago 4:16). En Marcos 7:22 Jesús menciona la soberbia dentro del grupo de cosas que fluyen del corazón pecaminoso del hombre. La “vanagloria de la vida” (1 Juan 2:16) no proviene del Padre, sino que perecerá.
Dios mira de lejos a los orgullosos (Salmos 138:6), no los oye (Job 35:12), los humilla (Salmos 18:27, 1 Corintios 1:28-29), los abate (Isaías 2:12), y les da su paga merecida abundantemente (Salmos 31:23).
Tal es la naturaleza y el carácter del orgullo, que Dios estableció que el que cometiera pecado con una actitud arrogante y obstinada, sería cortado del pueblo (Números 15:30).
Por eso la oración del siervo de Dios es “Preserva también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí” (Salmos 19:13). Porque la caída va precedida de la altivez y la soberbia (Proverbios 16:18, 29:23), mientras que la humildad antecede a la honra (Proverbios 18:12).
Pero, ¿por qué esto así?
Quizás Salmos 10:2-4 sea el texto que arroja más luz sobre lo que hay detrás del orgullo. Concluye diciendo “El malo, por la altivez de su rostro, no busca a Dios; no hay Dios en ninguno de sus pensamientos”.
Las raíces del orgullo están bien implantadas en un corazón que no reconoce la soberanía de Dios, no pretende honrarle ni mucho menos amarle. Él mismo es su propio Dios.
Fíjate que el oráculo contra el rey de babilonia (Isaías 14:1-20) y el rey de Tiro (Ezequiel 28:1-19), que apuntan a una realidad más amplia (Satanás), señalan el orgullo como la causa de su caída (Isaías 14:13-14; Ezequiel 28:2, 5, 17). Ese fue el primer pecado del universo, y llevó a Satanás a rebelarse abiertamente contra Dios.
¿Por qué? La arrogancia te convierte en tu propio Dios. Y todo lo que se interponga a tu paso debe ser menospreciado o eliminado. Dios no tiene cabida en un corazón así.
El orgullo que no es pecado
Abrimos un pequeño paréntesis. En la Biblia también se presenta una clase de orgullo que no es pecado. Este puede entenderse como un sentimiento de satisfacción, de dignidad, de realización, ya sea propio o ajeno.
Nosotros decimos, por ejemplo, “estoy orgulloso de ti”. Lo que representa nuestra sensación de contentamiento en cuanto a lo que la persona es o ha hecho. No se refiere de ninguna manera a una actitud arrogante o altiva.
Sentir orgullo propio tampoco es un problema. Tiene que ver con una sana autoestima personal. Y todo creyente en Cristo descubre su verdadero valor, por lo que no hay razón para no sentirse satisfecho o contento consigo mismo.
Pablo habla de esto repetidamente con su uso del verbo “gloriar”. Gloriarse puede ser negativo o positivo dependiendo del objeto y la manera como se haga. Versos como 2 Corintios 5:12, 7:14, 8:24, 10:15 y 2 Tesalonicenses 1:4 manifiestan esta clase de orgullo que no es pecado.
Sin embargo, es notorio que para él el mayor motivo de gloria es la cruz de Jesús (Gálatas 6:14), en armonía con lo que dijo en otra ocasión: “el que se gloría, gloríese en el Señor” (1 Corintios 1:31).
El orgullo más peligroso
Una vez, cerca de las 6:00 de la mañana, mi mamá se acercó a mi cama y conversó conmigo. Solo recuerdo una frase de aquel diálogo: «Estás perdiendo tu humildad, hijo».
Si eso lo hubiera dicho cualquier otra persona, no hubiese sido tan importante. Pero cuando salieron esas palabras de los labios de mi madre, fue como si una espada me atravesara.
No me había dado cuenta, pero era cierto. De allí en adelante comencé a descubrir cuán a menudo el orgullo se camufla con el deseo de hacer las cosas bien. Pero, ¿con qué motivo?
Me di cuenta que, incluso, puedo pasarme la vida “sirviendo a Dios” cuando en realidad solo me he estado sirviendo a mí mismo.
Esa clase de orgullo es la más peligrosa. La mayoría de las veces, ni siquiera la notamos.
Mi madre me hizo ver mi error, y de allí en adelante he procurado depositar cualquier sentimiento de orgullo pecaminoso a los pies del único que merece la gloria.
“Examinaos a vosotros mismos”, “probaos a vosotros mismos” es el consejo del apóstol (2 Corintios 13:5). ¿Tú? ¿Yo? La realidad es que sólo tenemos valor en la medida que Dios nos lo da. [Si quieres indagar más sobre esto, lee nuestro artículo La soberbia en la Biblia].“Digo pues, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener; sino que piense de sí con cordura” (Romanos 12:3).