¿Qué es la obediencia? ¿Cómo obedecemos a Dios?

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Gran gozo hay en mi alma hoy:

Jesús conmigo está;

Contento con su amor estoy,

Su dulce paz me da.

Brilla el sol de Cristo en mi alma;

Cada día voy feliz así.

Su faz sonriente al contemplar,

¡Cuánto gozo siento en mí!

«¡Aleluya!», eso cantaba yo aquella noche. Después de todo lo que sucedió, y por primera vez después de varios meses, me acosté sintiéndome en completa paz. 

Una felicidad sin medida brotaba de mi corazón. Literalmente, era una emoción semejante a escuchar de labios de mi amada el «¡Sí! Sí, quiero casarme contigo». Pero… demos retroceso a la película para que entiendas por qué.

Me gustaría poder decir que la vida cristiana es sencilla, pero lo cierto es que mal entendido, el cristianismo puede llegar a ser un calvario. 

Eso era lo que me estaba sucediendo. Después de casi 10 años portando el nombre de «Cristiano», tan solo después de ese día he estado seguro de poder afirmar que me estoy gozando en Jesús, que estoy andando en la luz, y ‒¿Por qué no?‒, que estoy siendo salvado. 

Debo decirte que, aunque parezca increíble, esta buena nueva que transformó a tal punto mi vivencia era, nada más y nada menos que, sobre la obediencia.

Crecí en un entorno religioso que enfatizaba todo lo que podía la verdad de la justificación por la fe, pero sólo en la teoría. 

Si te acercabas a mí y me hacías alguna pregunta sobre el tema, es muy posible que pasara el examen; después de todo, estaba convencido que era mi deber estar “preparado para dar respuesta a todo aquel que demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15). 

Pero allá, en las profundidades donde no son capaces de llegar las explicaciones teóricas de la salvación, se hallaba en mí un profundo vacío. 

La seguridad de la salvación estaba muy lejos de ser una realidad en mi vida; al contrario, pensaba que mientras no fuera plenamente obediente a Dios no tenía la más mínima oportunidad de llegar al cielo. 

Me sentía abrumado, y me preguntaba si alguien podría indicarme cómo hacer para obedecer a Dios, cuando mi naturaleza no compartía su santidad, y prefería revolcarse en el lodo del pecado. 

Con mis altos y bajos, el tiempo siguió transcurriendo. Lograba entender algunas cosas que me animaban, me daban fortaleza, y lograba vencer por un tiempo, hasta que caía otra vez. Pero entonces –y gracias al Cielo–, se dio un giro de acontecimientos que lo cambiarían todo en mi experiencia. 

Llevaba como dos meses en los cuales mi tiempo de oración a Dios eran puros lamentos: “Perdón por esto, por aquello, por no amarte lo suficiente. ¿Cómo hago para querer pasar más tiempo contigo? Ayúdame Señor, fracasé otra vez. Muéstrame cuál es la teología correcta para que esto sea felicidad y no frustración”. El mismo proceso cada mañana. 

En uno de esos días iba yo caminando por una larga avenida luchando con Dios como no lo había hecho antes, y le dije: “Padre, necesito una solución hoy. Quiero una solución hoy. Ya no puedo esperar más, esto está secando mis huesos. Por favor, ayúdame a obedecerte”.

Más tarde, cuando llegué a mi casa, nos reunimos en familia y mi madre me pidió buscar un sermón en video de los que tenía en mi computadora. Tomé el que venía según el orden que habíamos estado siguiendo, y lo reprodujimos. 

Lo que sucedió a continuación esa noche fue algo maravilloso. Vi la respuesta directa de Dios a mis más profundas necesidades. Sentía un vivo deseo de contarles a mis amigos lo que había comprendido, “¡Miren! ¡Les tengo una buena noticia, no se lo van a creer!”. 

Lo que estaré presentando en este artículo son las repuestas que Dios me ha estado colocando en el camino para poder contemplar la luz y el amor que fluyen de su rostro. 

Claramente, si Dios en verdad es justo tiene que haber una manera de obedecerle. Si no fuese así, sería injusto al pedirnos obediencia cuando técnicamente es imposible hacerlo. Así que el asunto aquí es descubrir 1) cuál es la clase de obediencia que Dios pide, y 2) cómo es posible alcanzarla.

Obediencia: Dos perfiles

El diccionario define la obediencia simplemente como el “cumplimiento de lo que se manda o es preceptivo”. Por lo tanto, la obediencia consistiría en el acatamiento de las instrucciones, reglas o preceptos establecidos. 

Puedo decir que soy «obediente» a mis padres cuando hago lo que ellos me dicen que haga. Una maestra podría considerar que un alumno es «desobediente» porque no cumple con las instrucciones que se le dan, e irrespeta las normas del salón. 

Este uso de obediencia tiene un perfil negativo, en el sentido de que es utilizado para representar aquello que hacemos o nos abstenemos de hacer debido a una orden o precepto. Simplemente, el que cumple con estos estándares establecidos es considerado «obediente». 

Es decir, si le dices a tu hijo «ayuda a aquella persona a cargar sus bolsas, por favor», y él lo hace, sería «obediente»; pero si ante la falta del pedido de tu parte, tu hijo no toma la iniciativa de hacerlo, no por eso podrías considerarlo «desobediente». 

Esa es la manera cómo lo entendemos hoy. Es obediente el que cumple, pero la propia intención de hacer lo bueno no entra necesariamente en esa categoría.

Esto es parecido a la filosofía del joven rico (Véase Marcos 10:17-22), quien llegó a Jesús preguntando qué debía hacer para obtener la vida eterna. Jesús le refirió a los mandamientos, a lo cual el joven contestó que todo eso lo había cumplido desde su juventud (v. 20). 

Hasta aquí, nosotros consideraríamos a ese joven «obediente», porque todo lo que se le mandaba lo había cumplido a cabalidad; pero entonces Jesús abrió delante de él la frontera de un mundo mucho más amplio, donde la obediencia no consiste solo en el perfil negativo de seguir al pie la letra de ciertas órdenes, sino todo un perfil positivo que tiene que ver con lo bueno que decidimos hacer por los demás. 

La indicación de Cristo fue “una cosa te falta: Ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres.” (v. 21). 

¿Qué sucedió con el joven rico? se retiró de su presencia triste. ¿Por qué? Estaba dispuesto a obedecer todos los mandatos, pero cuando se le pidió que amara a los pobres y actuara en favor de ellos, ya no le cuadró mucho la cosa. 

Para entender bien la obediencia debemos hablar de su contraparte, el pecado. 

Los dos términos básicos que la Biblia usa para hablar del pecado son el sustantivo hebreo hatta y el griego hamartía, y ambos significados están asociados con «errar al blanco». 

Si el pecado es lo opuesto a la obediencia, entonces la obediencia tendría que estar íntimamente ligada con el pensamiento de «acertar al blanco». 

Ahora, cuando hurgamos en la Escritura nos damos cuenta que 1 Juan 3:4 “el pecado es infracción de la ley” no es la única definición de pecado que se da. Basados solo en esta definición podríamos conformarnos con el perfil negativo de la obediencia. “El blanco es la ley; por tanto, pecado es errarle a la ley, y obediencia es acertarle, fin”. 

Pero otras dos definiciones de pecado se inclinan por el perfil positivo. Estas son Romanos 14:23 “todo lo que no proviene de fe, es pecado” y Santiago 4:17 “El que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, comete pecado”. 

A partir de estos textos podemos afirmar que pecado no solo es hacer o pensar lo malo, es también abstenerse de hacer lo bueno, y más aún, hacer lo bueno sin la motivación correcta.

Por lo tanto, el blanco al que apunta la obediencia no es la ley. La obediencia apunta mucho más alto, porque no se trata únicamente de cumplir mandatos. La ley era tan solo un medio para ayudarnos a llegar al blanco.

 ¿Cuál es entonces el blanco?

La ley del cielo es el amor

Cuando estudiamos el panorama general de la escritura se hacen claros algunos detalles. Los resumiré en los siguientes puntos:

  1. Los ángeles en el cielo no tienen leyes como tal. La ley está escrita en su corazón y obedecen al principio supremo del amor abnegado.
  2. Adán y Eva también fueron creados con una naturaleza que estaba en perfecta armonía con Dios y sus semejantes. Su voluntad suprema era el amor, éste estaba escrito en sus corazones, y no tenían ninguna dificultad para obedecer al Creador.
  3. Dios coloca el árbol de la ciencia del bien y del mal en el huerto porque, como seres libres y pensantes, Adán y Eva debían tener abierta la opción de elegir desobedecer a Dios. El creador no obliga a nadie a obedecerle, Él es totalmente justo. Puso delante de ellos las dos alternativas, y les explicó las consecuencias. Sin embargo, no había ninguna tendencia o inclinación en la primera pareja que los arrastrara hacia el mal. Si desobedecían, era por el libre ejercicio de su voluntad.
  4. En vista que su naturaleza estaba en completa armonía con Dios, y nacía de su corazón amarle a él y a todo cuanto les rodeaba, Adán y Eva solo necesitaban una (1) ley: No coman del fruto. Pero detrás de esta ley en realidad se encontraba el amor a Dios. Si le amaban, y confiaban en su palabra, ¿Por qué desobedecer?
  5. Cuando el ser humano pecó quebrantando la ley que se les había dado, su naturaleza se pervirtió. La ley suprema del amor abnegado ya no fue más natural para él. El egoísmo y la maldad llegaron a ser, entonces, la tendencia omnipresente en cada corazón humano.
  6. Al darse este cambio, Dios tuvo que enseñar al hombre de manera específica cómo cumplir la ley de amor. Por eso, el amor fue dividido en 2: Amor a Dios y amor al prójimo (Deuteronomio 6:5, levítico 19:18), estos fueron divididos en 10 mandamientos, y éstos a su vez en muchas ordenanzas y estatutos. Jesús dijo que de los dos mandamientos principales “dependen toda la ley y los profetas” (Mateo 22:40), y Pablo dijo que el “cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13:10). Por tanto, es demostrable que toda la ley en realidad es una explicación exhaustiva de cómo amar a Dios y al prójimo.
  7. El propósito del evangelio es restaurar la imagen de Dios perdida en el hombre, elevar su naturaleza a través del nuevo nacimiento y devolverle a la comunión perfecta con Dios. Por ende, “el fruto” del Espíritu obrando en el ser humano es el amor (Gálatas 5:22). El resto de los mencionados, son solo aplicaciones del amor a las diferentes dimensiones de la vida. Cuando permitimos a Dios obrar en nuestro corazón, Él –por el Espíritu– vuelve a colocar el amor en el centro de nuestra existencia.

Con esto he querido demostrar que el blanco al que el pecado yerra no son las leyes y mandamientos, es el amor. La ley solo era una especie de instrucción para ayudar al hombre a comprender el amor. 

Así que, en conclusión, la obediencia tal y como la entiende la Biblia en su conjunto, es una obediencia perfecta de amor. No es tan solo un perfil negativo que se queda con la letra de la ley, sino un perfil positivo que tiene que ver con una naturaleza totalmente renovada en armonía con la voluntad de Dios, que hace lo que le agrada y sirve abnegadamente al prójimo.

La gran pregunta es, ¿Cómo llegamos a esa obediencia?

A Dios no le gustan los imperativos

Como ya vimos, nunca fue parte del propósito original de Dios promulgar leyes. Esto fue “una condescendencia misericordiosa con las necesidades de sus criaturas», necesaria para poder llevarles de regreso desde su condición pecaminosa hasta una nueva armonía con su voluntad: El amor. Pero “la realidad es que las leyes divinas no son más duraderas que la condición humana que las hace necesarias» [Ver Alden Thompson, ¿Hay que tenerle miedo al Dios del Antiguo Testamento?, 87, 89]. 

De hecho, en el mismo AT observamos indicios de que Dios no se siente cómodo con los imperativos; Él desea nuevamente escribir la ley en el corazón de sus criaturas (Jeremías 31:33-34), y prescindir por completo de una ley de mandatos y ordenanzas que despiertan nuestra rebeldía. El plan de Dios es que el corazón del hombre sea renovado nuevamente en el amor. 

Esto es motivo de consuelo. Porque, francamente, los imperativos no son muy agradables. Pero mientras ese momento llega, ¿Qué podemos hacer?

Gracia para obedecer

Dios sabe que somos pecadores y que todo el “intento de nuestro corazón se inclina al mal” (Génesis 8:21). Por eso su plan de salvación es, como me gusta llamarlo, a prueba de pecadores. Está diseñado para poder salvar aún a los más malos de los malos que hay en el mundo. Y ese plan se llama gracia

Dios nos amó y murió por nosotros cuando éramos sus enemigos (Colosenses 1:21) y cuando aún éramos pecadores (Romanos 5:8). No esperó sentado en su trono hasta que por fin nos decidiéramos a obedecer. 

Cristo vivió una vida totalmente justa, sin pecado; murió como pecador, y nos ofrece a nosotros, malvados y enemigos, su justicia (Filipenses 3:9). Esta justicia es un don de Dios gratuito (Efesios 2:8, 9), en el cual no hay un solo gramo de méritos humanos (Romanos 4:4,5, 23-25). 

En virtud de ese sacrificio que se acepta solo por fe, y que salva a los pecadores, es que Cristo pudo decirle al ladrón en la cruz que algún día estará con él en su reino (Lucas 23:43), cuando él solo había desobedecido a Dios durante sus años de vida y estaba por morir como criminal.

Ahora, quisiera que puedas grabar esto en tu corazón: Dios te salva, y aún tú eres un pecador. Te ama así. Te acepta así. Te abraza así. El único requisito, la fe, lo definiremos aquí como la disposición a entregar la voluntad a Dios. Pero en el principio nosotros ni siquiera sabemos cómo hacer eso. 

Por eso Dios lo que nos pide es –escucha bien–, que nos rindamos a él y permitamos que empiece su obra en nosotros. No te exige que hagas esto o aquello, te dice: Déjame hacerlo en ti. 

Por supuesto, debo dejar algo en claro, nosotros tenemos que poner de nuestra parte. Dios no nos levantará de la cama y nos pondrá a orar, no, jamás. 

Pero aquí está la clave de todo: Cuando entendemos que Dios nos ama, nos salva por gracia, y no nos exige que obedezcamos, es que surge la verdadera obediencia

La obediencia que Dios acepta de nuestra parte no es la obediencia que cree que debe portarse bien para que Dios sí le ame, es la obediencia que fluye de saber que Dios le amará y le salvará aunque a veces yerre al blanco. 

Los padres comprenden tarde o temprano que pedirle a su hijo a los trancazos que obedezca lo que logra es incitar la rebeldía. Y Dios, el psicólogo por excelencia, ya lo sabía desde hace muchos años; él conoce la naturaleza humana a la perfección. 

Por eso, en el plan de Dios, cuando permitimos que nos conquiste con su gracia perfecta y respondemos a ella en fe, El Señor comienza la obra en nosotros de restaurar el amor a Él y al prójimo al centro mismo de nuestra voluntad. Así, al nacer de nuevo en Cristo, la obediencia empieza a fluir por amor (Gálatas 5:6).

Debo decir que la obediencia que Dios pide, la obediencia de amor, es infinitamente más difícil que la obediencia del perfil negativo. Abstenerse de hacer lo malo, y cumplir con algunos mandatos  positivos es relativamente sencillo al lado del propósito Divino de que todo lo que hagamos sea dirigido y motivado por el amor

De hecho, ¡Para nuestra naturaleza humana es imposible! Nunca habrá un día de nuestra vida en el que podamos acostarnos en la noche y decir: “Hoy hice todo lo que pude haber hecho por amor”, ¡Jamás! 

Por eso, la clase de obediencia que Dios nos pide está totalmente fuera de nuestro alcance. Esta obediencia de amor sólo puede ser una realidad cuando Él es quien la hace en nosotros. Solo por un milagro del cielo. Y este milagro en el hombre es efectuado por Gracia.

La clave para la verdadera obediencia

Para ir concluyendo, la única motivación válida para obedecer, y la única manera de conseguirlo es…  –sonido de tambores–, pensar que no es necesario hacerlo. Si, aunque suene extraño. Aquella noche, cuando comprendí que Dios me ofrecía la salvación sin pedirme mi obediencia a cambio, de pronto fue como si todo lo que me había costado un mundo hacer antes, ahora nació en mi corazón. 

Comprender la anchura, altura y profundidad del amor de Dios por mí (Efesios 3:17), me llevó a querer, anhelar, obedecer. Ya no para que Dios me ame y me salve, sino simplemente como respuesta natural a su regalo infinito. 

Desde entonces, pasar tiempo con Dios, amarle y obedecerle ha sido el gran placer de mi vida.  El secreto para obedecer, es estar completamente conscientes de que no necesitamos obedecer

Ahora, no me malentiendas, Dios nos creó para buenas obras (Efesios 2:10) y la fe verdadera es una fe que obra (Santiago 2: 22-24), pero aquí no te he estado hablando de la validez de la obediencia o de la ley, sino de las motivaciones correctas para obedecer. 

Si dejas que el amor de Dios, la gratitud por la salvación y la seguridad de la misma llenen tu corazón, la obediencia será un dulce gozo en tu caminar. Cada día encontrarás nuevos motivos para amar a Jesús, vivirás en carne propia la felicidad que Dios ha soñado para ti al derramar gracia sobre tu prójimo, y aún en medio de las situaciones más adversas, podrás sentir la dulce paz del cielo. La obediencia de amor es imposible para nosotros, pero para Dios “todo es posible” (Mateo 19:26).

Porque Dios es el que produce así en vosotros el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2:13)