La importancia de la comunión con Dios

La importancia de la comunión con Dios

Uno de los cantautores que se ha venido convirtiendo en parte indiscutible de mi playlist lleva por nombre Ismir Muñoz. Después de escuchar sus canciones, la música fue un antes y un después para mí. Nunca más volví a saborearla como antes.

Si, como yo, llevas buen tiempo perteneciendo a una iglesia cristiana, es posible que cantar se haya convertido en parte integral de tu vida. Quizás hayas escuchado hasta la fecha más de 200, 300, 500 canciones o himnos de alabanza a Dios. Es posible, incluso, que se haya tornado en un ejercicio normal para ti.

Pero justo cuando yo caía en picada en el abismo de la adoración trivial, apareció Ismir. Sus canciones hicieron renacer en mí el sentido y el poder de una alabanza sincera.

¿Y qué fue lo diferente? Personalmente, siento que ilustran lo que quiere decir ser «nosotros mismos» con Dios. Canciones francas, creativas, con letras actuales, profundas y llenas de significado; impregnadas totalmente de su propia personalidad. 

Un pequeño ejemplo sería un extracto de su canción titulada “Jesús”: 

Naciste donde nacen los corderos,

Y no creo que fuera una casualidad.

Más me parte el corazón pensarte al lado de una mula,

La cual envidio; ella te miró.

De niño siempre fuiste un gran ejemplo,

Más no dejaste de ser juguetón.

Tu vida me enseñó a ser más fuerte y no rendirme;

Tu muerte a recordarme quién soy yo.

En realidad estas canciones me ayudaron a ver todas las demás desde una óptica diferente. No se trata simplemente de letra + música + ritmo; se trata de Dios y yo en una letra + música + ritmo.

Sin embargo, hemos de decir que la alabanza a Dios no se trata solamente de cantar. Una alabanza no necesariamente es una canción, y una canción no necesariamente es una alabanza. 

El diccionario define alabar como «elogiar, celebrar con palabras», y palabras griegas como psallo, epainos, ainos y humneo son usadas para dar a entender la idea de «alabanza», pero destacan de ella distintos matices.

Podríamos decir que alabar a Dios es intentar reconocer, en nuestra limitación humana, la grandeza de los atributos y los hechos de Dios. Es permitir desbordar el sentimiento de gratitud y arrobamiento que inunda el individuo ante la majestad y gloria infinitas. Es devolver (muy limitadamente) en palabras, acciones y actitudes, los dones del cielo.

Los Salmos llaman una y otra vez a la alabanza (ej. Salmos 136.1-3, 26); el apóstol Pablo dice que el fin del evangelio será la alabanza a Jesucristo (Efesios 1:12, 14); Él mismo y Silas, presos en Filipos, alababan a Dios durante la noche (Hechos 16:25), y Apocalipsis relata la alabanza final de los redimidos (Apocalipsis 19:5).

No hay duda que la alabanza a Dios es un hábito espiritual constante en los que le aman y le sirven, cuya importancia se da por sentada desde el primer hasta el último libro de la Biblia.

Si te ha sucedido como a mí en ocasiones, puede que te preguntes por qué darle tanta importancia a la alabanza. Admito que es difícil entenderlo cuando no hemos alcanzado a saborearla en toda su riqueza.

Pero cuando la degustamos, comprendemos. 

La verdadera alabanza tiene el poder de unirnos al corazón de Dios como no lo hace ninguna doctrina o práctica. Nos ayuda a ampliar nuestra visión de la hermosura del carácter de Dios, llena un vacío innato en el ser humano, contribuye a consolidar sentimientos de gratitud hacia Dios, confianza en Él y una actitud siempre positiva en la vida (Santiago 5:13).

Alabando a Dios llegamos a conocerlo mucho más íntimamente. Pero sólo cuando lo hacemos con los ingredientes correctos.

En este sentido, considero que Pablo nos da los dos ingredientes principales en 1 Corintios 14:15 “cantaré con el espíritu, pero cantaré también con el entendimiento”.

Esa alabanza que transforma la vida y renueva el corazón precisa de ser elevada con el “espíritu” (es decir, la actitud, las emociones), pero también con el “entendimiento” (nuestro cerebro, nuestro razonamiento).

La verdadera alabanza es sincera, es franca, es llena de las emociones que forman parte de nuestra personalidad, nace de nuestra mente, nuestras convicciones. 

No alabamos a Dios repitiendo lo mismo una y otra vez. No alabamos a Dios cuando cantamos sin meditar en la letra de esas canciones. No alabamos a Dios cuando en lugar de pensar en Él estamos distraídos pensando en otras cosas. Alabamos a Dios cuando unimos el espíritu y el entendimiento en “fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15).

Une estos ingredientes en el próximo himno, canto, salmo o poesía que entones, y verás la diferencia. La alabanza es un privilegio, ¡no lo desaproveches!