El dominio propio en la Biblia

el dominio propio en la biblia

La tensión sube, el corazón de acelera, el ambiente se torna hostil, percibes la presión, no te sientes completamente al mando de ti mismo, te ves obligado a tomar decisiones importantes en pequeños instantes, y luego… te arrepientes.

No creo ser el único, pero cuando miro hacia atrás en mi vida puedo ver algunos eventos donde, de haber tenido mayor dominio propio, la historia pudiese haber sido muy distinta. 

Era el minuto 108 de la prórroga de la final del mundial de Alemania 2006. En breves minutos Francia e Italia definirían quién sería el campeón del mundo. 

En la mente de los jugadores de seguro pasaban muchas cosas en esos instantes. Levantar la copa mundial con la selección es el logro más alto al que puede aspirar un futbolista; ellos lo sabían, la gente en sus hogares lo sabía. Y esa tensión, el estar muy cerca del «sí» y a la vez del «no», no siempre es fácil de sobrellevar.

A esa altura del partido empataban 1-1 gracias a los goles de Zidane para los franceses de penal, y Materazzi para los italianos. Dicho sea de paso, el reconocido mediocampista francés había anunciado que al terminar el mundial se retiraría de las canchas.

Tras una jugada ofensiva en el área italiana, los jugadores regresan a tomar sus posiciones, y rápidamente ocurre algo extraño: Materazzi está en el piso tomándose el pecho con mucho dolor. El campo se llena de confusión, el árbitro no sabe lo que sucedió, los jugadores reclaman, la multitud en las gradas también hace su parte.

A esa altura todos los espectadores televisivos ya habían contemplado la repetición de la acción. Materazzi y Zidane intercambian algunas palabras, el francés se voltea ¡y le da un cabezazo en el pecho al defensor! ¡Yo todavía no me lo creo!

Después de conversar con el cuarto árbitro, el juez expulsa a Zidane. El partido se va a los penales, e Italia se corona campeón del mundo. 

Un futbolista tan reconocido, en la final del mundial, con tanto en juego, el último partido de su carrera… ¿por qué hacer algo así? 

En el campo de fútbol, en casa, en la escuela, en la oficina, en el semáforo, en el parque, en todo lugar la respuesta es la misma: do-mi-nio pro-pio.

A la pregunta que siempre surge «¿por qué lo hice?» la contesta es que tú no lo hiciste; permitiste que tus impulsos e instintos lo hicieran por ti. 

¿La solución? Una vez más, la Biblia la ofrece. 

¿Qué es el dominio propio?

La palabra griega que se traduce en nuestras Biblias como “dominio propio” o “templanza” es egkrateia, cuyo significado está relacionado con la idea de ejercer autocontrol, continencia, ser dueño de uno mismo, tener la potestad de las decisiones y deseos. 

Otro término afín, de significado íntimamente correlacionado es sóphronismos. Ambas palabras griegas aparecen muy contadas veces en el Nuevo Testamento (Hechos 24:25, Gálatas 5:23, 2 Timoteo 1:7 y 2 Pedro 1:6), pero su significado esencial encuentra paralelo en varios otros textos de la Biblia.

Así que el dominio propio se refiere a la cualidad o característica propia del individuo que sabe conducirse, ejerce un sano juicio, la moderación, evita los excesos, que es capaz de controlar sus emociones y deseos, aquella persona en quien ‒hablando en lenguaje bíblico‒ la mente gobierna el cuerpo. 

¿Por qué es necesario?

Hace días conversaba con un amigo muy querido. La última vez que habíamos hablado me contaba lo feliz que estaba con su novia, a quien tanto quería y por quien había luchado por varios años. Sin embargo, ese día su actitud era radicalmente diferente.

Resulta que semanas atrás, al ir a visitar a la muchacha, las cosas en él no estaban bien. Se sentía agotado por los asuntos de la casa, las deudas y los trabajos de la universidad. Portaba un saco emocional muy pesado, y en cuanto llegó a la casa de su novia vio un par de cosas que no le gustaron. 

Lamentablemente, explotó. Reaccionó mal, se fue de allí sin prestarle atención ni siquiera a los gritos de ella. Días después su novia cortó la relación.

Ahora, apesadumbrado, me dijo unas palabras muy significativas: “no puedo creer que en cuestión de minutos arruiné aquello por lo que tanto había luchado”.

¿Sabes por qué es necesario el dominio propio? En ausencia de él, en apenas instantes podemos dañar nuestra vida entera. Mi amigo explotó, Zidane dio el cabezazo, David mandó a traer a Betsabé, Simeón y Leví mataron a todo un pueblo, Moisés golpeó la piedra, Sansón arruinó su futuro, Esaú cambió su primogenitura, Caín mató a su hermano, ¡todos, todos, por carecer si quiera en un momento del dominio propio!

Sin él, somos esclavos de nuestras pasiones y deseos. El apóstol Pedro advierte acerca de los “deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pedro 2:11). No son únicamente los deseos sexuales (aunque al hablar del dominio propio reciben especial tención). 

Todas esas tendencias dañinas de nuestro carácter: envidia, cólera, rencor, chisme, egoísmo, intolerancia, vanidad, glotonería, y tantos otros… Sin la egkrateia son esos deseos los que gobiernan la naturaleza humana. 

El apóstol deja en evidencia nuestra condición cuando dice “yo soy carnal, vendido al pecado” (Romanos 7:14). Y aunque eso por sí solo sería fundamento suficiente para hablar de la necesidad de practicar el dominio propio, a eso se suma que hay un enemigo, que no vemos, dispuesto a todo con tal de devorarnos en el pecado (1 Pedro 5:8). 

Ser conscientes del carácter de nuestros propios deseos, y del asedio de Satanás que busca la manera de avivarlos (“el niño es llorón y la madre que lo pellizca”), vernos en el contexto de una batalla espiritual (Efesios 6:12), debería ser razón suficiente para impelernos a orar “Señor, ayúdame a desarrollar mayor dominio propio”.

El proverbista incluso compara el hombre “cuyo espíritu no tiene rienda” con una ciudad derribada y sin muro (Proverbios 25:28). Fracaso, ruina, desastre… Por el contrario, “mejor es el que tarda en airarse que el fuerte; y el que se enseñorea de su espíritu, que el que toma una ciudad” (16:32). 

¡La comparación no puede exagerarse! En buena medida, el declive y la ruina de un individuo se sellan desde el momento en que renuncia al dominio propio. Pero también he allí su victoria.

Practicando el dominio propio

Ahora bien, cualquier persona, sin necesidad de profesar fe en Jesús o practicar alguna religión, puede ejercer el dominio propio. ¿Cuál es entonces la diferencia entre el dominio propio que cualquier persona practicaría, y el que practica el seguidor de Jesús?

Hay al menos dos diferencias fundamentales. En primer lugar, el dominio propio cristiano es más que solamente «fuerza de voluntad». Es una virtud del Espíritu (Gálatas 5:23), es parte de ese carácter que Dios nos imparte por medio del evangelio (2 Timoteo 1:7).

Esto quiere decir que el dominio propio cristiano une la fuerza Divina y la fuerza humana para alcanzar su meta: la santificación. Si bien es un fruto del Espíritu, Pedro menciona que debemos poner “toda diligencia” en desarrollarlo (2 Pedro 1:6), y añadirlo a nuestra fe. 

Por tanto, no es igual a cualquier aspiración de buena conducta que nace en el corazón de algún individuo, que conlleva un enfrentamiento acérrimo entre su voluntad y sus deseos. Es más bien la internalización de la gracia, el poder y la santidad de Cristo por el creyente, que vitaliza su voluntad y la llena de nuevos anhelos y deseos. 

Muchos cristianos carecen de verdadero dominio propio, y sucumben a sus pasiones, porque han olvidado este elemento fundamental. El Espíritu es el agente que empodera nuestra voluntad; y para que la conducta sea sometida, debe haberse sometido el corazón a Jesús. Esta es nuestra primera y mayor necesidad.

La segunda diferencia fundamental radica en la motivación. Hechos 24:25 registra que Pablo disertaba delante de Félix hablando de la “justicia, el dominio propio y el juicio final”, lo que coloca el dominio propio en perspectiva. Lo mismo podemos decir de 1 Corintios 9:25, 27 y de 2 Timoteo 2:4-5. 

¿A qué nos referimos? 

El cristiano no practica el dominio propio por un remordimiento moral, o por cuestiones éticas. Lo practica porque así como un atleta se abstiene de muchas cosas para ganar la competencia, y un soldado se comporta para agradar a su superior, el cristiano tiene una motivación más grande: el premio incorruptible y la alabanza que proviene de Dios (1 Corintios 4:5).

Por ello el dominio propio cristiano se ubica en la perspectiva de la eternidad y el juicio final. No por miedo al castigo o la pérdida eterna dominamos nuestros deseos; sino por el conocimiento de Dios, su amor, la maldad del pecado, la salvación, y que somos tan solo “peregrinos” en este mundo (Hebreos 11:3). 

Como dicen por allí: «Hoy fidelidad, mañana eternidad».

Así, abstenerse del mal se convierte en parte consecuente de la vida cristiana (1 Tesalonicenses 5:22). El mismo versículo que citamos párrafos atrás mezcla estos elementos: “Amados, os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales” (1 Pedro 2:11).

Somos peregrinos, somos ciudadanos del reino de Dios, somos nación santa y pueblo adquirido por Él esperando el día de la redención; ¿para qué enredarse en las cosas de esta vida? 

¡Con razón Pablo decía “por eso golpeo mi cuerpo y lo someto a servidumbre”! (1 Corintios 9:27). No lo dice literalmente, más bien habla del dominio propio necesario para no ser descalificado en la carrera de la fe.

Medítalo. ¿Vale más complacer nuestra naturaleza un momento, dañando nuestra vida presente y futura? ¡Piénsalo bien! Yo mejor escojo el dominio propio, vivir por la eternidad y ver a mi Jesús cara a cara.