Comer, por lo general es una experiencia muy gratificante. A menos que estemos sufriendo de alguna situación que nos quite el apetito o nos imposibilite para saborear lo que nos agrada, la hora de la comida suele ser recibida con beneplácito por grandes y chicos, especialmente cuando sentimos mucha hambre y hay alimentos disponibles.
En mi familia, la comida ocupa un lugar muy importante. De hecho, todo lo celebramos con comida. Algunos miembros parecen tener siempre hambre o deseos de comer.
Otros viven en un constante oscilar entre comer en exceso y estar a régimen, de acuerdo a la motivación o la fuerza de voluntad que ejerzan en un determinado momento. Jejeje, linda familia, una locura.
Satisfacer las necesidades físicas no es solo grato, sino vital; por supuesto, sin caer en excesos. Pero el ser humano experimenta una gama de necesidades que van mucho más allá del plano físico.
Especialmente, quiero referirme a una necesidad muy especial que el Creador incorporó en nuestro diseño: la necesidad de adorar; podríamos llamarla también “hambre espiritual”.
Todos, de alguna manera buscamos satisfacer esa necesidad. La intención original era que la supliéramos mediante una relación directa con nuestro Creador, cara a cara. Desafortunadamente, el pecado malogró esa relación y con el paso de los siglos esta se desdibuja cada vez más.
Hoy en día, parece una fábula hablar de adorar a Dios y pasar tiempo en comunión con él.
Aunque la criatura se ha olvidado de su Creador, la necesidad sigue allí. Por eso la humanidad parece andar a tientas, buscando a quien adorar. A lo largo de la historia ha intentado adorar casi cualquier cosa: elementos de la naturaleza, objetos surrealistas, otros seres humanos o incluso, a sí mismo.
Pero el vacío interior es contundente. Hay hambre espiritual. Aunque nos neguemos a admitirlo.
El salmista lo explica con una hermosa metáfora en el Salmo 42: “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿Cuándo vendré y me presentaré delante de Dios?” (versículos 1 y 2).
Apartar tiempo para pasarlo a solas con Dios, es disfrutar de un banquete que alimenta nuestro corazón. Ningún ser humano puede vivir a plenitud sin gozar de una relación íntima con Dios.
Jesús nos dejó un ejemplo claro, al modelar para nosotros una auténtica vida de devoción. Aunque era Dios hecho hombre no hizo uso de su propio poder sobrenatural. Para todo dependió siempre de la fuerza y el poder de su Padre.
Numerosos pasajes de las Escrituras lo muestran apartando tiempo para buscar a Dios. “Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Marcos 1: 35).
“Despedida la multitud, subió al monte a orar aparte” (Mateo 14: 23). “Yendo un poco adelante, se postró sobre su rostro, orando…” (Mateo 26: 39).
“Aconteció que… también Jesús fue bautizado; y orando, el cielo se abrió” (Lucas 3: 21). “En aquellos días él fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios” (Lucas 6: 12).
“Subió al monte a orar. Y entre tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra…” (Lucas 9: 29). “Y saliendo, se fue, como solía, al monte de los Olivos” (Lucas 22: 39).
Del tiempo que pasaba en comunión con su Padre, obtenía Jesús la fuerza y el poder para resistir la tentación, hacer frente al mal, echar fuera demonios, sanar enfermos, traer muertos a nueva vida…
Y ese mismo poder está disponible para nosotros hoy, si lo procuramos y deseamos al igual que él. Jesús dijo: “De cierto, de cierto os digo: el que en mí cree las obras que yo hago, él las hará también, y aún mayores” (Juan 14: 12).
Jesús escogía lugares apartados, a tempranas horas de la mañana o durante el silencio de la noche, para conversar con su Padre sin interferencias. Y aunque no existen limitaciones en cuanto a espacio o tiempo para buscar a Dios, es recomendable hacerlo en un lugar tranquilo, y a primera hora del día, para someter el plan del día a su escrutinio, aprobación y dirección.
En el Salmo 5 David expresa: “Oh Jehová, de mañana oirás mi voz; de mañana me presentaré delante de ti y esperaré”.
Por su parte, una reconocida escritora cristiana recomienda: “Busca a Dios todas las mañanas. Haz de esto tu primer trabajo. Sea tu oración: Tómame, oh Dios como enteramente tuyo, y renueva un espíritu recto dentro de mí. Sea toda mi obra hecha en ti. Rindo todos mis planes a tus pies”.
Quisiera concluir explicando lo que significa para mí el tiempo devocional.
Es el tiempo que dedico a compartir con mi mejor Amigo, mi Dios, mi Padre. Es el tiempo en el que le cuento cómo me siento, mis planes para el día, mis luchas, temores y preocupaciones. En el que le agradezco por su amistad, por su amor, por sus bendiciones.
En el que le canto y alabo su grandeza y sus maravillas. En el que le pido fuerzas para enfrentar mis debilidades. En el que le presento a mis familiares, amigos, vecinos, a todos mis amados; pero también a quienes me molestan, me disgustan, me adversan, para que el haga su obra transformadora y perdonadora tanto en ellos como en mí.
En el que le hablo de los problemas de la casa, del vecindario, de la iglesia, del mundo. Durante mi tiempo devocional, lloro con él, río con él, sueño con él.
A veces, simplemente intento escuchar su voz. Permanezco en silencio. Trato de imaginar su rostro, sus manos, su sonrisa. Pienso en la cara que debe colocar ante las cosas que le cuento, en los gestos que hace.
Leo su palabra y tengo la certeza de que El me responde a través de ella. Comparto con El. Confío en El. Espero en El.
Es mi banquete espiritual diario. Y no quiero perdérmelo por nada de este mundo.