«El conocimiento es poder», reza una conocida frase atribuida al filósofo inglés Francis Bacon. Quien en realidad formuló originalmente la sentencia «ipsa scientia potentias est» (“la ciencia misma es el poder”), pero que fue adaptada por Thomas Hobbes, secretario de Bacon, en 1668, cuando empleó por primera vez la frase en cuestión.
Usualmente la cláusula ha sido interpretada como refiriéndose al verdadero poder que es asequible al ser humano a través de la educación, la acumulación de saberes y conocimientos: una ilimitada posibilidad de desarrollo e influencia, así como la garantía del éxito.
Es decir, si tienes conocimiento, si tienes ciencia, entonces puedes llegar a ser poderoso; porque, ¿quién puede llegar a hacer algo si no conoce? El que no sabe es igual al que no ve. Depende de la guía y orientación de otros, y por ende les está sujetos.
Pero el que sabe es independiente. El que conoce no está sujeto a nadie porque puede hacer, pensar y construir por sí solo. El conocimiento es poder porque expande al individuo las fronteras de lo posible y le confiere las herramientas para llegar allí.
Ahora, pensando en esto, viene a mi mente el versículo en cuestión del día de hoy “Mi pueblo perece por falta de conocimiento” (Oseas 4:6).
Los israelitas estaban muriendo porque les faltaba conocimiento. Pero, ¿qué clase de conocimiento? Estoy seguro que no conocían el método científico, ni la psicología, ni las leyes de Newton, ni mucho menos la física cuántica.
Tampoco habían desarrollado una avanzada ingeniería mecánica, un concepto de industrialización, ni mayores detalles acerca del espacio exterior. Probablemente no entendían las leyes que rigen el universo como las entendemos hoy, ni el mundo microscópico o la estructura de las células…
«¡Ah, con razón!» ‒diría Bacon‒ «¿cómo alguien va a poder sobrevivir con tan poco conocimiento?». Pero en realidad el texto no habla de matemáticas, química pura, ni filosofía existencialista.
¿A qué conocimiento se refería Dios? Justo después de la frase citada, dice “por cuanto desechaste el conocimiento, yo te echaré del sacerdocio; puesto que olvidaste la ley de tu Dios, yo me olvidaré de tus hijos” (Oseas 4:6).
A partir de la mención de los sacerdotes y la ley de Dios, comprendemos que el texto no se refiere al conocimiento general. Se refiere a una clase específica: el conocimiento de Dios.
El conocimiento es poder, sí. Pero el conocimiento per se no es vida. El conocimiento de Dios sí es vida. La vida de cada israelita dependía de su conocimiento de Dios, porque en él estaba la guía, la pauta, el principio vital, y la sabiduría para vivir bajo la bendición del Altísimo.
¡Pero esto no significa que saber mucho acerca de Dios representa algún tipo de garantía! Ciertamente es únicamente un medio para alcanzar un fin.
Estoy seguro que los israelitas en tiempos de Oseas sabían suficiente acerca de Dios. Conocían las historias antiguas, los relatos de los hechos portentosos de Jehová, conocían muchos detalles de la ley… pero ese conocimiento no basta.
Quizás no lo sabían todo, pero sabían lo suficiente. El problema es que el “conocimiento de Dios” no es únicamente saber un conjunto de cosas acerca de Él. Es conocerlo a Él. Por eso justo después de este oráculo de Juicio, Oseas dice: “Venid y volvamos a Jehová” (6:1), esforcémonos por conocer a Jehová” (v. 3).
El secreto para vivir y no perecer no consiste en lo que sabemos de Dios, sino en lo que experimentamos de él.
El conocimiento y la doctrina vienen a ser como un cristal, un cristal a través del cual podemos ver a Dios. Cuando ese cristal está empañado, tampoco es posible ver claramente lo que hay detrás de él. Cuando el cristal está limpio y reluciente, la imagen de Dios detrás es clara.
El problema de los israelitas es que habían desechado el cristal, y por ende dejaron de contemplar también al Dios que estaba detrás del cristal.
El conocimiento es poder, sí. Pero el conocimiento de Dios es vida, salvación y esperanza. No por lo que sabemos sobre él, sino en la medida que nos relacionamos con él.