Por allá en el siglo XIV el duque Raynald (o Reginald) III y su hermano Edward se disputaron el gobierno de Guelders (lo que hoy es Bélgica) tras la muerte de su padre. En 1361, después de varios enfrentamientos entre ambos, finalmente Edward prevaleció, se hizo con el trono y «encarceló» a su hermano.
Lo curioso es que no se trataba de una cárcel. Simplemente había mandado a construir alrededor de su hermano un cuarto con una puerta más pequeña de lo normal. El pequeño detalle era que, con razón, Raynald había sido apodado como «el Gordo»; pues su mayor debilidad era el apetito.
Así que la decisión de cuánto tiempo pasaría dentro de aquel claustro era del mismo Raynald. Solamente tenía que bajar un poco de peso para poder salir por aquella puerta pequeña. El único problema era que Edward enviaba todos los días los platillos más exquisitos al cuarto de su hermano. Una dura prueba…
Raynald podía decidir comer y seguir engordando, o abstenerse y bajar de peso para poder salir al cabo de algunas semanas o meses.
En lugar de rebajar, el duque engordó más todavía. Nunca salió por su propia cuenta. Durante 10 años, ¡diez años!, permaneció encerrado en aquel cuarto, hasta que su hermano Edward murió.
La gente venía y le reprochaba al rey el tener a su propio hermano encerrado. Pero él siempre contestaba:
—Él no es mi prisionero. Puede salir del cuarto cuando quiera.
¿Por qué no salió nunca Raynald? ¿Será que no quería? ¿O será que no podía? Dudo mucho que él pensase: prefiero estar aquí encerrado comiendo. Creo que más bien, a pesar de querer salir, no era capaz de dominarse al tener semejante plato de comida frente a sus fauces.
¿Qué le hacía falta? La Biblia contesta: templanza.
Qué es la templanza
Es difícil diferenciar la templanza del dominio propio, y por eso te recomiendo que leas nuestro artículo El dominio propio en la Biblia. Sin embargo, allá tratamos el tema de una forma más general, mientras que aquí abordaremos de manera específica el ejercicio de la templanza con relación a ciertos hábitos.
Cuando hablamos de templanza nos referimos a la moderación de los excesos y pasiones, continencia, mesura, dominio, equilibrio, sobriedad, etc… Es hermana de la temperancia, cuyo lema principal es: de lo malo nada, y de lo bueno, con moderación.
La templanza es aquello que ejercitamos para abstenernos de lo que sabemos que es perjudicial, y para controlar el influjo de hábitos o elementos que, aunque no son directamente negativos, tampoco serán benéficos cuando se dan en exceso.
Un cigarrillo será nocivo desde el primero que pruebe; ¡por lo que debería rehuirle por completo! Muy diferente a comer una ensalada de frutas en el desayuno. Pero si me desayuno con 43 manzanas, ¿será bueno para mí? Y si me hago tan dependiente de ellas que no pueda pasar un día sin comer una, ¿será positivo?
Definitivamente no. La templanza tiene que ver con eso. Aprender a decir francamente que «no» a lo malo, y mantener equilibrio y moderación en lo bueno que se hace o se consume.
El caso de Raynald es un ejemplo exagerado de lo que sucede cuando se carece de templanza. Esclavizado por su propia voluntad. Esclavo de uno mismo; de sus apetitos, de sus hábitos cultivados, de malas costumbres e impulsos pecaminosos. Tal vez queriendo decir «no», pero sin encontrar la voluntad suficiente para dominarse.
El cristiano está llamado a ser un ejemplo de moderación y prudencia en todas las esferas de la vida, cosa no sencilla porque nuestra naturaleza tiende hacia los abusos y la complacencia. Para muestra un botón, ya mencionábamos al hablar del dominio propio que hay “pasiones carnales que batallan contra el alma” según 1 Pedro 2:11; ¡y lo hacen sin misericordia!
Por lo que la templanza exige disciplina del cuerpo. ¿Y quién, acaso, aprende esto de la noche a la mañana?
La meta es, con la ayuda de Jesús, plantarle cara a nuestros propios impulsos y a las seducciones del enemigo, diciendo «no» a lo malo, en cualquiera de sus presentaciones; y aprendiendo a disfrutar moderadamente de lo bueno que Dios nos ha concedido.
La templanza dice «no»
Recuerdo que hace unos 4 años me propuse dejar de beber refresco.
Solo había un pequeño problema: mi tío y yo somos muy apegados, y siempre nos habíamos considerado compañeros de “comelona”, en especial cuando de comida chatarra se trataba.
Llevaba como dos semanas sin tomar refresco cuando me invitó a comernos unos pastelitos. Después que el muchacho anotó el pedido, preguntó: «¿Algo de beber?»; e inmediatamente mi tío contestó que nos trajeran dos Coca Cola.
¿Puedes imaginar mi reacción? Lo miré, y pensé «¿cómo voy a decepcionar a mi tío así?». Y de esa forma acabó uno de los intentos de abandonar ese mal hábito.
El apóstol Pablo, escribiendo a los corintios, contesta a lo que parece haber sido un dicho popular entre ellos: “Todas las cosas me son lícitas, pero no todas convienen; todas las cosas me son lícitas, pero yo no me dejaré dominar por ninguna” (1 Corintios 6:12).
Al parecer ellos habían tergiversado la verdadera libertad cristiana, llegando a considerar que todo les era permitido. El apóstol corrige esa distorsión y dice que, aunque efectivamente todas las cosas las podemos hacer (porque somos libres de tomar nuestras decisiones), no todas las cosas nos son permitidas. No todas convienen.
Y de tales cosas debiésemos huir. Porque de participar de ellas, estaremos en grave peligro de resultar dominados por ellas. Por eso el consejo del apóstol para Timoteo en una ocasión fue “Huye de las pasiones juveniles” (2 Timoteo 3:22).
¡Huye! ¡Escapa! La templanza precisa decir «no» a esos deseos agradables pero perniciosos que nos seducen. De vacilar, estaremos en grave peligro de caer.
Por eso José, uno de los grandes ejemplos bíblicos de templanza y dominio propio, cuando fue asaltado por la tentación sexual con fuerte asedio, simplemente huyó. Corrió.
A veces la templanza exige huir. De hecho, el mismo pasaje de 1 Corintios 6 está hablando precisamente de la tentación sexual. Y el consejo del apóstol es “huid de la fornicación” (1 Corintios 6:18).
La tentación sexual es uno de esos impulsos que acaparan reflectores cuando hablamos de la templanza o el dominio propio. Y es, a su vez, uno con el que ni siquiera debiéramos coquetear.
El apóstol consigue transmitir muy bien la fuerza del impulso sexual cuando aconseja a los solteros y a las viudas que si no tienen el don de continencia, se casen; “pues mejor es casarse que estarse quemando” (1 Corintios 7:9).
La tentación sexual es como un fuego que quema, y aquel que no es “dueño de sí mismo” (Tito 1:8), y se coloca en posición de coquetear con ella, probablemente cederá y será consumido.
La templanza, entonces, es esa parte específica del fruto del Espíritu (Gálatas 5:23) que proporciona al creyente el equilibrio y la prudencia necesaria para decir «no» a la tentación; para pensar con cabeza fría, someter el cuerpo y evitar el fuego de la tentación.
Daniel también es un buen ejemplo para nosotros, cuando “se propuso en su corazón no contaminarse” (Daniel 1:8). Pero proponernos en el corazón ser fieles ante la prueba implica alejarnos y exponernos lo menos posible al fuego. Allí radica la verdadera templanza.
No consiste en poder estar frente a la cerveza sin tomarla, sino en mantenerse lo más lejos posible de la invitación a beber.
Aunque hemos tomado como ejemplo la tentación sexual, muchas otras son las seducciones que deben recibir un rotundo «no» de nuestra parte.
El alcohol, y toda sustancia que tienda a pervertir nuestros sentidos, es una de ellas (Proverbios 20:1, 23:20, 30-35, Efesios 5:18, 1 Timoteo 3:2, 8, Tito 2:3). Los ejemplos de Noé, Belsasar, Herodes así lo comprueban.
La templanza dice «moderación»
Pero en el caso de muchas otras cosas, que no son negativas, la templanza también tiene algo para decir, y es «moderación». Esto aplica de manera especial con la alimentación. Pero también con el trabajo, el descanso, el ejercicio, uso de redes sociales, televisión, videojuegos, etc…
Todo lo que ocupa un lugar más prominente del que debiera, llegar a ser perjudicial. Especialmente en el marco de una guerra espiritual donde Satanás pretende desviar nuestra adoración hacia cualquier objeto, persona o práctica que no sea Dios.
Por ello el cristiano debe colaborar con el Espíritu Santo para desarrollar templanza. Es decir, la capacidad de decir «no» al pecado, y de rehuir a los excesos en toda área de la vida.
Como siempre, esta no es una obra que nosotros seamos capaces de hacer. Pero cuando se unen el poder Divino y la voluntad humana, todo es posible.