
Corría aproximadamente el año 166 d.C. La iglesia cristiana había hecho ya la transición de la primera a la segunda y hasta la tercera generación de creyentes. Según lo que sabemos, a esta altura todos los que conocieron a Jesús de Nazaret cara a cara ya habían fallecido.
El último de ellos, el apóstol Juan, probablemente murió hacia el 107 d.C. Pero se dice que tiempo antes, él mismo había nombrado a un discípulo llamado Policarpo como obispo de la iglesia de Esmirna.
Desde los días de Claudio los cristianos no eran bien vistos por varias razones, pero entre ellas se encontraba su negativa a aceptar la religión oficial. No participaban de la adoración de los dioses romanos, y mucho menos se postraban ante las estatuas que los reyes se levantaban a sí mismos, como símbolo de lealtad.
Tras algunas décadas de relativa tranquilidad, la condena de Marco Aurelio al cristianismo en el 162 d.C trajo sobre la comunidad cristiana, especialmente en el Asia Menor, nuevamente los peligros de la persecución. En esta región, la iglesia de Esmirna se vio especialmente afectada.
Por este tiempo algunos de los cristianos de Esmirna fueron llevados al anfiteatro a ser devorados por bestias salvajes por causa de su fe. Otros eran quemados en la hoguera en espectáculos públicos cuando se resistían a renegar de Cristo y jurar lealtad al gobierno y la religión romana.
Fue durante el martirio de Germánico –un creyente bastante longevo de la ciudad– que la multitud, enardecida por el desapego e indiferencia a la vida terrenal que éste expresaba, clamó con furia “¡Traigan a Policarpo!”.
Aunque reconocido en la ciudad por su piedad y fervor, no fue eximido el anciano obispo de la amenaza de muerte que azotaba a la iglesia de Dios.
Dos veces Policarpo fue advertido por sus fieles amigos para que huyera de su paradero a fin de escapar de los soldados romanos y el martirio, pero en la tercera ocasión se resistió a escapar. Al parecer, le había sido mostrado en sueños que su siguiente testimonio sería en la hoguera.
Policarpo esperó tranquilamente en su posada, recibió a los soldados con mansedumbre y cortesía, les invitó a pasar, y luego mandó prepararles un banquete. Pidió, mientras tanto, le concedieran dedicar una hora a la oración; pedido que le fue concedido.
En esta plegaria Policarpo reposó en Dios, confió sin temor su vida a su cuidado, pero sobre todo le rogó protección a la iglesia a la cual sirvió casi toda su existencia. Pidió ir sin reparo y en paz a la hoguera. Y se levantó firmemente convencido, con una dulce tranquilidad en su rostro.
Finalmente, Policarpo fue llevado ante el gobernador Estatio. Al exigírsele retractarse y negar sus creencias, Policarpo respondió: “Llevo 86 años sirviéndole y ningún mal me ha hecho. ¿Cómo he de maldecir a mi Rey que me salvó?”.
De hecho, le insistió al procónsul que no demorara más. Que trajera las fieras o el fuego, porque nada le haría negar a su Señor. La turba sedienta de sangre pidió que no hubiera más dilación, y Policarpo fue entregado al verdugo.
Lo que siguió a continuación, quedaría grabado en la memoria de los testigos con tanta fuerza que, aunque sepamos poco de la vida de Policarpo, el relato de su muerte ha sido narrado por varias fuentes.
Policarpo mansamente colaboró con el verdugo. Lo convenció de no ser necesario que clavaran sus manos y pies al madero, porque él se quedaría quieto en su lugar; Dios le daría la fuerza para mantenerse firme.
Después de ser atado con sogas, Policarpo oró en alta voz. A pocos instantes de morir, las palabras de Policarpo no expresaban injurias o imprecaciones, no. Demostraban la seguridad y confianza que tuvo, en vida y muerte, para con su Rey:
—“Señor Dios soberano, te doy gracias porque me has tenido por digno de este momento, para que, junto a tus mártires, yo pueda tener parte en la copa de Cristo. Te ruego ¡Oh señor! que me recibas este día como una ofrenda, porque me preparaste para este día y me avivaste de antemano. Ahora ya lo has cumplido. Por ello te agradezco y te alabo sobre todo hombre, bendigo y glorifico tu santo nombre por medio de Jesucristo tu hijo amado. Amén”.
En ese momento, el verdugo encendió el fuego. Pero algo extraño sucedía, ¡Parecía que las llamas no le hacían ningún daño! Rápidamente el procónsul ordenó que lo hiriesen a espada. Y así, por el fuego y por la espada, murió un hombre de Dios.
Te hago 3 preguntas:
-¿Qué impulsa a una persona a estar dispuesta a dar su vida y ser torturada hasta la muerte, con tal de no negar sus creencias?
-Ante la amenaza de muerte, ¿Qué es lo que marca la diferencia entre la paz y la angustia?
-¿Qué es lo que hace que un hombre, a punto de ser quemado en la hoguera, cante y glorifique a su Señor?
La respuesta a cada una de estas 3 preguntas es sencilla y muy corta: Fe.
El compromiso de Policarpo con Dios, su seguridad de la salvación y la herencia eterna, tranquilidad por saber que su vida está en las manos del Todopoderoso, la alegría ante las pruebas y padecimientos, todo es fruto de la fe.
Si eso es verdad, ¡Entonces yo quiero esa clase de fe! ¿Cómo puedo conseguirla? La escritura da una sola respuesta: “La fe viene por el oír, y el oír la Palabra de Dios” (Romanos 10:17).
¿Qué significa?
Está bien, pero me encuentro con un problema: Conozco cantidad de personas que escuchan y leen la Palabra constantemente, y no tienen esa clase de fe. ¿Miente la Biblia? No necesariamente.
Se nos habla de “oír”. Oír, al igual que ver, oler y tocar, forma parte de nuestros sentidos. Ahora, todo lo que ingresa a nuestra mente a través de los sentidos se convierte en información que es procesada en el sistema nervioso.
Así, cuando escuchas un canto melodioso, rápidamente dices: Es un pajarillo. Lo que vemos está siendo analizado tan rápidamente que ni siquiera nos da tiempo de pensar, pero la imagen nunca se pierde. Si tocamos algo muy caliente, rápidamente el cerebro estudia la alerta y manda la señal: ¡Quita la mano!
Así que nuestros sentidos reciben información, esta se transforma en estímulos que son procesados, y el cerebro arroja una reacción inmediata. ¡Cuestión de centésimas de segundo!
Trato de decir que toda la información que nuestros sentidos captan, impulsa a continuación una reacción. Sea indiferencia, o movimiento, en centésimas de segundo estamos tomando decisiones. Imagina el siguiente caso:
Dos personas están por salir de sus hogares apurados, porque van tarde al trabajo. A pocos metros de la puerta, escuchan que en la radio acaban de decir que se espera un día muy lluvioso. Hubo un estímulo, se procesa, se analiza, toca decidir: ¿Lo ignoro y salgo, o me devuelvo y busco un paraguas?
Uno se devuelve, mientras el otro decide salir, ¿Qué marcó la diferencia entre ambos? La actitud.
Con esto he tratado de mostrar que, en primera instancia, Romanos 10:17 no se refiere a una ley axiomática que dice: “El que escuche la palabra tendrá fe”, así como escuchar la noticia del clima no te hace buscar el paraguas.
Lo que el verso sí quiere decir es que la única manera en que la fe será engendrada en el alma, es gracias al estímulo de la Palabra. ¡Ah! ¡Ya la cosa cambia! Ahora puedo entender por qué muchas personas escuchan y leen la Biblia pero no tienen fe. Porque no depende del estímulo, sino de la actitud hacia el estímulo.
¿Hay pistas en el pasaje que me ayuden a entender cabalmente cómo alcanzar una fe sobrenatural como la de Policarpo? ¡Claro que sí!
El contexto
En el libro de Romanos Pablo ha estado desglosando la causa, el significado, el alcance y las consecuencias de la justificación por la fe. Ahora, en los capítulos 9-11, dirige su argumentación hacia la relación de la elección de Israel con la doctrina de la justificación. Pablo está explicando por qué nadie podría alegar que la palabra y promesas de Dios a Israel han fallado (9:6).
En 9:30-10:4 Pablo presenta la paradoja de que la justicia que los gentiles no estaban buscando, la han alcanzado por medio de la fe. Mientras que Israel, que poseía la revelación de Dios acerca de la justicia, no la alcanzó por ir tras ella dependiendo de las obras de la ley.
Culmina esa perícopa señalando que todo el Antiguo Testamento realmente apunta a Cristo como la provisión de la verdadera “justicia de Dios” (10:3,4). Todo el que cree en Jesucristo –sujetándose a la justicia de Dios en vez de a la propia–, puede ver claramente en el AT el plan señalado y testificado en la ley y los profetas (3:21).
Así que Israel no puede decir que Dios «cambió sus planes» y por eso los desechó. Más bien, ellos no se sujetaron al plan de Dios, y aun así Dios continúa extendiéndoles misericordia.
Luego, Pablo observa en Deuteronomio 30:12-14 la manera cómo Moisés describe la justificación por la fe. E inmediatamente dice “Esta es la palabra de fe que predicamos” (Romanos 10:8). “La palabra de fe”, es la misma palabra que, según Moisés, está muy cerca; en la boca y en el corazón (Deut. 30:14).
Nota: Esta “palabra de fe” es el antecedente más directo de “la palabra de Cristo [según el griego]” (Romanos 10:17). Pablo se refiere en 10:17 al mensaje específico de Cristo como la justificación del creyente, revelado en el AT.
Esto es importante. Los israelitas leían la Biblia, pero no creyeron que el mensaje de salvación en Cristo era verdadero. Mientras que la fe que salva solo nacerá cuando estoy convencido que el mensaje viene de parte de Dios.
Seguimos. En los versos 13 y 14 Pablo usa otro pasaje del AT, Joel 2:32. Afirma que “todo el que invoque el nombre del Señor será salvo”. Pero –según dice– para invocar al Señor tienen que haber creído en él, para creer tienen que haber oído, y para oír tienen que haberles predicado.
Finalmente, Pablo concluye el capítulo (10:15-21) mostrando que Israel sí ha oído, pero ha sido rebelde la voz de Dios (v.21).
El contexto, entonces, aclara que el centro de la argumentación de Pablo consiste en mostrar que el plan de Dios de la salvación por medio de la fe 1) estaba revelado desde el Antiguo Testamento, y 2) ha sido predicado por los apóstoles. Pero Israel no ha creído. Es por esto que señalamos la íntima conexión de Romanos 10:17 con todo su contexto, y especialmente con el verso 16.
Versos 16 y 17
La relación entre Romanos 10:16 y 17 es muy estrecha. Hay dos palabras que se repiten en ambos, demostrando que es un argumento continuado. Observa:
10:16 “Señor, ¿Quién ha creído [episteusen, proviene de pistis] a nuestro anuncio [akoé]?
10:17 “Así que la fe [pistis] es por el oír [akoés], el oír [akoé] por la Palabra de Cristo”.
Lo primero que notamos es que el verbo episteusen, que es una forma del verbo pisteuo, que a su vez proviene del sustantivo pistis, relaciona ambos versos. En el primero es una acción: el profeta le pasa el informe de los resultados a Dios, nadie ha creído. En el segundo es el sujeto, Pablo concluye toda la exposición anterior diciendo cómo se llega a la fe.
El “oír” del v.17 y el “anuncio” del v.16 son la misma palabra, Akoe. Que puede referirse tanto a la facultad de escuchar, como a un anuncio, noticia o rumor. Claramente, Pablo las coloca inmediatamente juntas para relacionarlas, pero la doble repetición en el verso 17 más el uso de las preposiciones y los casos de los sustantivos, indica –aparentemente– que el pasaje debiera traducirse así: “La fe viene por oír, pero el anuncio de la Palabra de Cristo”.
El anuncio que Israel oyó pero no creyó, es el único capaz de engendrar fe en el corazón.
Nota que Pablo pareciera estar respondiendo a la misma secuencia planteada antes en el verso 14, que señalamos arriba. Alguien anuncia la Palabra del Señor, escuchamos, viene la fe, y ahora podemos invocar el nombre del Señor y ser salvos.
El oír
Hay algo bastante interesante con respecto al sustantivo akoé y el verbo que de él proviene, akouo. Tanto en el Antiguo, como en el Nuevo Testamento, estos sustantivos no indican meramente el hecho de percibir sonidos. Como cuando escuchas a alguien hablar pero tu mente está en otro lugar, o pones el canal del noticiero para oír mientras cocinas.
Estos términos están relacionados con la obediencia. Según la Biblia, oír la palabra de alguien es sinónimo de prestarle atención y ser solícito en hacer lo que dice. Génesis 21:21 ilustra este uso. Dios le dice a Abraham que escuche [shemá] todo lo que Sara le diga, refiriéndose a sus quejas con respecto al trato de Ismael a Isaac.
Pero Dios no le estaba tratando de decir: “Abraham, escucha a tu esposa. Hazla sentir que es importante. Dale cariño y dile «yo te entiendo, mi amor. Tranquila». Y ella estará feliz.”
¡No! Dios estaba diciendo: Hazle caso a Sara, todo lo que ella te diga obedécelo. ¿Y qué palabra utilizó? Shemá, oír. En la Biblia, escuchar a alguien solo es el paso previo para obedecer lo que dice.
En el Nuevo Testamento encontramos un ejemplo clave acerca de esto, que se relaciona directamente con Romanos 10:17. En Gálatas 3:2 Pablo pregunta retóricamente a sus lectores por qué causa recibieron el Espíritu Santo, ¿Por las obras de la ley o por “el escuchar de fe”?
Claramente, este “escuchar de fe” no consiste en el mero acto de percibir los sonidos que pronunciaba el predicador. Tenía que ver con esta clase de «atención obediente», que ya era evidente en el AT.
Cuando juntamos esto con hebreos 4:2, donde se dice que oír la Palabra no fue suficiente para Israel por no estar acompañada de fe en los que la oyeron, llegamos a la conclusión que: Escuchar la palabra o leerla no será de provecho ni engendrará fe salvadora en el alma, si no va a acompañada de una actitud de obediencia y compromiso con ella.
Así, el uso bíblico para el término “oír” aclara por qué algunas personas escuchan de la Biblia y la leen, pero esta no parece producir ningún cambio en su actitud y comportamiento.
La fe llega a potenciar la vida del ser humano solamente cuando éste recibe el mensaje de Jesucristo como lo que en verdad es: Vida eterna.
¿Qué aprendemos de Romanos 10:17?
Si un día al abrir tu correo te encontraras con una carta cuyo remitente es Dios, ¿Qué harías?
Supongamos que la abres y la lees con recelo a ver qué dirá la “carta de Dios”, y te encuentras con un texto conmovedor, lleno de amor e interés por tu vida; donde el escritor dice ser tu Padre y tu amigo que siempre ha estado pendiente de ti.
Supongamos que a continuación incluye una lista de instrucciones para que mejores tu vida y seas feliz, para que cada nuevo día esté lleno de sentimientos de valor, crecimiento y madurez; sirviéndole a él y ayudando a los demás con todo lo que eres y puedes llegar a ser.
Supongamos que al final te da unas indicaciones para que le encuentres donde está, pues lleva esperando por ti ya mucho tiempo. ¿Qué haces?
Hay información, un estímulo, se procesa, ¿Qué decides? Creo que, en gran medida tu reacción dependerá de una sola pregunta: ¿Creo que es verdad o no?
—“No creo que Dios envíe cartas” –piensas tú– “él haría otra cosa”.
Te quedas allí mirándola. ¿Será verdad?
Eso sucede con el mensaje de Jesús, eso sucede con la Palabra de Dios. Nos parece difícil que realmente la Biblia sea lo que dice ser. Tenemos la carta de Dios en nuestras manos, pero dudamos que sea cierto. ¡La información y el estímulo están, todo está! Pero depende de la actitud.
Si tomas esa carta y decides creer que es “la palabra de Dios”, decides leerla con atención y obedecer lo que dice, probablemente cambiará tu vida para siempre. Te llenará de fe verdadera, y nada te hará desistir de amar a tu Rey que te salvó.
Conclusión
Policarpo había creído y aceptado el mensaje cristiano como enviado directamente por el cielo. Lo mismo había sucedido con los Tesalonicenses tiempo atrás (1 Tesalonicenses 2:13). ¿Deseas tener fe? Pregúntate: ¿Cuál es mi actitud hacia la Biblia? ¿La considero, sin reservas, como el poderoso y salvador mensaje de Dios para mí?
A partir de nuestro estudio de Romanos 10:17 hemos de concluir que la Escritura es el único estímulo existente que puede engendrar fe en el corazón; pero esto no sucederá automáticamente –como por arte de magia– cuando la abramos. El estímulo precisa de reacción.
La fe solo nace en el creyente cuando 1) Está convencido que el mensaje bíblico es realmente “la palabra de Dios” (y lo trata y estudia como tal), y 2) cuando la lee o escucha con una «actitud obediente», con entrega y sumisión a sus indicaciones y a su verdad.
Viviendo en obediencia al mensaje de Dios, la fe madura en nuestro corazón. Una confianza como la de Policarpo no aparecerá de un día a otro, porque la fe se aprende y se ejercita. Pero día a día y un momento tras otro, vemos el milagro de Dios en nosotros.
Se cumple así la oración de Jesús: “Santifícalos en tu verdad, tu palabra es verdad” (Juan 17:17)