¿Tienes en tu círculo íntimo alguna persona envidiosa? Te compadezco. Sé lo terrible que es por experiencia.
Antes de llegar al seminario había una persona con quien tenía muy buena amistad. Sin embargo, tú sabes que la vida y las experiencias son las que te ayudan a conocer a cada quien como es en realidad.
Así me sucedió con tal persona. Cuando llegamos a la universidad, empezamos a convivir muy de cerca. Incluso fuimos compañeros de habitación por algunos semestres, y poco a poco fui reconociendo tanto sus virtudes como sus defectos.
Entre los defectos, había uno que lamentablemente destacaba: la envidia. Él era muy talentoso, mucho más preparado que la gran mayoría de nosotros, más elocuente y destacado, muy pronto los profesores lo ficharon como un joven promisorio. Sin embargo, la sombra de la envidia empañaba su lustre.
Toda la vida había estado acostumbrado a ganar y ser reconocido. En toda competencia donde participaba salía con el primer premio. En su familia todos se enorgullecían de él. En la iglesia cada vez le daban puestos de mayor importancia, hasta que llegó a ser el dirigente local con 16 años. ¡Imagínate!
Ese era el bagaje que traía cuando llegó a la universidad. Pero allí se encontró con algo diferente. Entre otras experiencias, la más desesperante fue la que le tocó vivir con un amigo que teníamos en común, José.
Ellos dos se tenían mucho aprecio, pero pronto José se destacó como uno de los mejores estudiantes del salón. Él odiaba sentirse así, mas no podía huir a la envidia que le asechaba cuando José era más reconocido.
Intentaba enfrentar su sentimiento de una u otra forma. Se alejaba, repetía halagos en su cabeza, felicitaba a José, le pedía que le enseñara algunas cosas, pero nada servía. Llegó a entrar en crisis. Yo pude ver muy de cerca cómo la envidia le consumía.
Sin embargo, después de mucha oración, confesión y estudio, Dios comenzó a hacer el milagro en él. Sanó su corazón. Hoy se goza en verle triunfar, y compiten por exaltarse el uno al otro.
Pero durante aquel tiempo me di cuenta de los horrores que ocasiona la envidia en el ser humano. Es un virus troyano, una plaga, ¡una enfermedad mortal que carcome el alma! Eso es la envidia.
Y la Palabra de Dios habla sobre ella.
La envidia
Solamente la definición de envidia estremece: “Tristeza airada o disgusto por el bien ajeno o por el cariño o estimación de que otros disfrutan”. Molestarse, sufrir, entristecerse porque a otros les va bien, porque son felices, porque disfrutan de bendiciones, porque crecen y desarrollan habilidades. ¡Y desesperarse por eso!
Es como para mirarse en el espejo y decir: «¿Por qué eres así? ¿Por qué?».
La envidia saca lo peor de la naturaleza humana, lo más vil y despreciable. Nos impulsa a hacer cosas que en condiciones normales ni cruzarían por nuestra mente.
Como se ha dicho muchas veces, lo más dañino de la envidia es que en lugar de estimularnos a ser mejores, lo que anhela es lo peor para la persona envidiada.
La envidia no desea ser lo que otros son, desea que ellos sean como nosotros. Sueña que las personas sufran, fracasen, metan la pata, les vaya mal, y hasta que se mueran…. Y es algo extremadamente difícil de comprender.
La propia persona que envidia es incapaz de entender por qué experimenta esos sentimientos, y es casi totalmente incapaz de eliminarlos. Su envidia solamente aumenta con el paso del tiempo, en lugar de disminuir; por más que quiera.
Ahora bien, la envidia es un fruto del orgullo [vale la pena que leas nuestros artículos El orgullo en la Biblia y La soberbia en la Biblia]. De hecho, podríamos decir que la envidia es el orgullo frustrado.
El primer error de Satanás fue dar cabida al orgullo, haciéndose a sí mismo su propio dios (como bien explicamos al tratar el tema). Pero el segundo error vino como consecuencia del primero: la envidia. Pues, si yo quiero ser Dios pero otro ocupa ese lugar, ¿qué queda para mí?
Por eso llegó a decir “subiré y en lo alto del cielo levantaré mi trono […] seré semejante al Altísimo” (Isaías 14:13-14). La envidia lo llevó a sublevarse abiertamente en contra de Dios y su gobierno, y solo la guerra pudo solucionar el conflicto (Apocalipsis 12:7-9).
Así que la envidia nace con la semilla del orgullo (Ezequiel 28:2, 5, 17). Cuando este orgullo no puede ser satisfecho o no recibe lo que pretende, degenera en una envidia frustrada y airada.
Comprender esto es de gran utilidad puesto que de la manera que el tronco se relaciona con las ramas, se relaciona el orgullo con la envidia. De querer que las ramas no crezcan, es necesario cortar el tronco.
De querer sanar la envidia, es necesario primero colocar el orgullo en su lugar.
El pecado de la envidia
Indaguemos en la manera como la Biblia califica la envidia.
Primero, Santiago hace una pregunta interesante: “¿de dónde vienen los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros?” Y una de ellas, por supuesto, es arder de envidia (Santiago 4:1-2).
Segundo, se menciona en varias listas que recopilan los frutos comunes que fluyen del corazón pecaminoso del ser humano. Jesús la coloca en su catálogo de Marcos 7:21-22, Pablo en varios de los suyos (Romanos 1:29, 2 Corintios 12:20, Gálatas 5:20-21, Tito 3:3), y Pedro hace lo propio en su primera espístola (1 Pedro 2:1).
Tercero, según Pablo “el cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13:10). Y en otro lugar dice que el “amor no tiene envidia” (1 Corintios 13:4). ¿2+2? Bastante claro.
Cuarto, y más duro todavía, el proverbio dice “Cruel es la ira, e impetuoso el furor; mas ¿quién podrá sostenerse delante de la envidia?” (Proverbios 27:4). ¿Quién podrá? Es una buena pregunta.
Así que, según la Biblia, la envidia es un pecado. Y no cualquier pecado, uno grave.
Proverbios 14:30 es un verso conocido, pero esta presentación no estaría completa si lo pasásemos por alto: “el corazón apacible es vida de la carne; mas la envidia es carcoma de los huesos”.
Por eso la envidia es un pecado a los ojos del Cielo. Si no es porque nos lleva literalmente a causar daño a otros (como ha sucedido), es pecado porque ya lo hemos hecho en nuestro corazón. Es pecado porque nos consume a nosotros mismos, nos carcome, nos daña, erradica cualquier vestigio de paz y de amor, nos separa de Dios, y prácticamente nos coloca bajo la potestad del enemigo.
Los resultados de la envidia quedan muy bien descritos en las Escrituras, como amonestación para nosotros:
Caín se dejó dominar por la envidia, y cedió a la tentación de matar a su hermano (Génesis 4:5-6, 8), Jacob envidiaba a Esaú y acabó por romper a la familia (Génesis 25:31, 27:41), Raquel sentía envidia por Lea y perdió todo deseo de vivir (Génesis 30:1), los hermanos de José le tenían envidia y estuvieron dispuestos a matarlo (Génesis 37: 11, 20; Hechos 7:9); lo vendieron y cargaron con el remordimiento muchos años.
Coré y sus seguidores (Números 16:2-3 cf. Salmos 106:16-17); Saúl (1 Samuel 18:8-9), Acab (1 Reyes 21:2, 4), los fariseos y sacerdotes (Mateo 27:18), y hasta Ananías y Safira (Hechos 5:1-2 cf. 4:36-37), son todos ejemplos de los resultados desastrosos de la envidia.
Envidia de lo malo
Un pequeño paréntesis: como cristianos a veces podríamos sentirnos tentados a envidiar la «buena vida» de los mundanos (véase Salmos 73, Proverbios 3:31, 24:1, 19). Este fue el caso del hermano del hijo pródigo.
¿Por qué le molestó tanto que su hermano fuera bien recibido? (Lucas 15:28-29), es porque en el fondo lo envidiaba. Lo que su hermano hizo, él lo hubiese querido hacer. Nunca lo hizo por miedo o por obligación; y ahora ardía de envidia.
Ojalá que como creyentes no nos sintamos de esa forma. Obligados en la casa del padre envidiando a los no creyentes, mientras quisiéramos estar en el mundo haciendo de las nuestras.
Por momentos Asaf se sintió así al ver prosperar a los impíos (Salmos 73:3). Pero luego comprendió todo y culmina el salmo diciendo “¿A quién tengo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” “porque los que se alejan de ti perecerán; pero en cuanto a mí, el acercarme a Dios es el bien” (Salmos 73:25, 27-28).
No olvides que “el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17).
Venciendo la envidia
¿Te acuerdas del joven del cual te hablé al principio? Bueno, aquel joven envidioso era yo. Pasé por esa triste y angustiosa experiencia de sentir envidia hacia quien era prácticamente mi mejor amigo en ese entonces.
Lo peor era no saber cómo salir de esa situación. Enfrentar la envidia directamente fue en vano, nada sirvió. Ningún método, ninguna idea o terapia auto-practicada tuvo utilidad.
La envidia no era el problema, el problema era el orgullo. Mi deseo de reconocimiento, de alabanza, de ser mejor que los demás.
Entonces tuve que tomar una decisión: o es mi orgullo, o es Jesús, mis amigos y la paz. Ya sabes qué decisión tomé.
Solo pude dejar atrás la envidia cuando me despojé de mi orgullo nocivo.
Entonces me dediqué a exaltar a Jesús por sobre todas las cosas, a disfrutar el hecho de que Él brillara en todo cuanto me diera el privilegio de hacer, a encontrar en los demás esos dones maravillosos que mi Señor reparte a cada quien, a aprender de mis compañeros y estimarlos superiores a mí mismo; y la vida cambió.
El orgullo y la envidia todavía luchan por su subsistencia. Pero cuando tocan a la puerta recuerdo que, a la verdad, no tengo nada que envidiar.
En Cristo tengo todas las bendiciones (Efesios 1:3), posesiones (Juan 14:2-3) y riquezas (Filipenses 4:19) que necesito.
En Cristo tengo a la persona que más me ama y amará en todo el universo (Efesios 3:17).
Y Cristo es el más alto logro, el más valioso premio que podré ganar (Filipenses 3:8).