explicacion del salmo 47

Que te lleven en una carroza de oro de 4 toneladas, que más de 3 millones de personas salgan a la calle para tener oportunidad de verte, que muchos acampen toda la noche bajo la lluvia para asegurarse una buena visibilidad, que dignatarios de varias naciones acudan a presenciar un evento planificado y ensayado con más de un año de anticipación, que por ti se lleve a cabo por vez primera una transmisión televisiva internacional, que casi 15.000 personas alineen la ruta de tu desfile, que las mejores voces del país se presenten para entonar la música y 150 aviones surquen por los aires.

No tengo ni idea de cómo pueda sentirse una persona el día de su coronación, pero Isabel II sí podría contarnos un poco acerca de eso. Aunque quizás ya lo haya olvidado un poco después de más de 60 años de reinado.

En 1953, un año después de la muerte de su padre, Jorge VI, la reina Isabel fue coronada en la Abadía de Westminster en una ceremonia que no escatimó en gastos. 

Tras las multitudinarias bandas de la Brigada de Guardias, seguidas de la infantería de las fuerzas armadas, las cabezas de estado y las carrozas de la realeza nacional y extranjera, desfilaba la reina en su carroza dorada desde el Palacio de Buckingham, ante la mirada de más de 3 millones de personas en las calles, y al menos 20 millones por televisión (una cifra descomunal para la época. La gente compró televisores para ese día).

Cerca de las 11:00 AM hizo entrada en la Abadía, donde le esperaban 8.000 invitados de alta alcurnia. Completada la ceremonia, Isabel, portando los brazaletes, la estola y la capa real, el Orbe del Soberano, el anillo de la Reina, el cetro de la cruz y el cetro de la paloma, fue coronada por el Arzobispo De Canterbury.

En cuanto la corona de San Eduardo tocó su cabeza, la multitud gritó “¡Dios salve a la reina!” tres veces, y una salva de 21 disparos fue disparada desde la Torre de Londres. Acto seguido, todos los obispos le manifestaron lealtad al igual que los pares de Reino Unido. Cuando el último barón completó la tarea, todo el conjunto gritó:

¡Dios salve a la reina Isabel! ¡Larga vida a la reina Isabel! ¡Que la Reina viva para siempre!

Tan abundante era la euforia que, a su regreso al Palacio, grandes multitudes acudieron a sus adyacencias pidiendo ver a la reina. Ella, noblemente, se presentó en el balcón en varias ocasiones, donde la multitud le saludaba con alaridos, ovaciones y aplausos: “¡Que viva la reina!”.

Tanta opulencia podría hacernos olvidar que, al fin y al cabo, es un ser humano, ¿no? Absolutamente igual que nosotros.

Sin embargo, el salmo 47 celebra una realeza muy superior; la realeza de Jehová. 

Salmo 47

Si todo lo relacionado con la realeza terrenal es tan imponente, ¿podemos si quiera intentar imaginarnos cómo será la imponencia del Palacio celestial? ¿El esplendor de su corte? ¿La majestad de su trono? ¿Su manto real, su corona? Y avanzando un poco más, ¿cómo serán sus procesiones? ¿El recibimiento que le dan cuando visita algún planeta?

¡Creo que debe ser infinitamente superior! El Dios del cielo tiene los recursos infinitos a su disposición, voces que la humanidad jamás alcanzaría a imitar, las inteligencias más agudamente ejercitadas, mayor gloria, mayor poder, su reino se extiende por todas las direcciones donde la brújula es capaz de apuntar, y a distancias donde el telescopio más avanzado queda en pañales. 

Y este salmo, el 47, es un precioso cántico de ovación apasionada que dirigen sus súbditos al Soberano del universo, Rey de Reyes, eterno Jehová. 

Su origen es incierto. Pues, aunque su lectura es perfectamente inteligible ‒un salmo que es casi prototipo de la alabanza del salterio (salvo por el título de “Rey” que no es tan común)‒, la cuestión que más intriga es para qué fue escrito. 

Es decir, ¿cuál fue la ocasión en la que podemos enmarcar este salmo de ovación real? Dos podrían ser las opciones: o se trató de una celebración puntual, ya fuera el traslado del arca a Jerusalén, la dedicación del templo de Salomón, el regreso de la cautividad, etc…; o su origen es más bien litúrgico, siendo recitado en una festividad religiosa relacionada con el reinado de Jehová o simplemente como una descripción simbólica de una liturgia real.

La primera opción tiene a su favor la mención ‒muy inusual, por cierto‒ de “Subió Dios” (v. 5), que difícilmente tendría sentido aparte de una posible procesión relacionada con el símbolo de la presencia de Dios, el arca del Pacto. De todas maneras, podría ser también una frase figurativa de exaltación.

Una tercera variante contemplaría que si bien fue escrito para una celebración en particular, pudo ser recitado en lo posterior como una descripción simbólica de una liturgia real.

El punto es que el salmo es una muestra muy pura de la adoración y alabanza que se rinden a Dios en el AT; se usan muchos sinónimos, títulos, tono de vibrante celebración, voz de júbilo, expresiones físicas, los privilegios de Israel, y el dominio de Jehová sobre todas las naciones. 

En su estructura se mueven dos corrientes de alabanza, paralelas la una a la otra. La primera comienza con el verso 1 y culmina en el 5, y la segunda comienza en el verso 6 y culmina en el 10:

Versos 1 y 6: Citación a la alabanza

Versos 2 y 7: Jehová es rey sobre toda la tierra

Versos 3 y 8: Dios reina sobre las naciones

Versos 4 y 9: Jacob y Abraham

Versos 5 y 10: Dios es muy enaltecido

Explicación del texto

Pueblos todos. El salmista comienza por hacer una emocionante convocación a su audiencia para presentarse delante del Rey en alabanza, y dentro de ella incluye a los “pueblos todos”; lo que en primer momento introduce una nota distintiva a otros salmos de alabanza. 

En lugar de hablar de Jehová como el Rey nacional, este salmo le describe como el legítimo Rey de toda la tierra. Por eso todos los linajes del mundo pueden sentirse animados a tributar, junto con el pueblo elegido de Dios, alabanzas al soberano. 

Esta convocación nace en la euforia de la adoración, puesto que es casi utópico pensar en esa época que los pueblos todos a la verdad se unirían en la alabanza al Dios de Israel. De hecho, probablemente la invitación proviene del reconocimiento de que Dios merece tal adoración, y no tanto de la posibilidad de que verdaderamente le sea tributada. 

“¡Batid las manos, aclamad a Dios con voz de júbilo!” dice el verso. Aquí no se expresa nada de lamento y pesar, todo es alegría y gozosa emoción. El salmista invita a las gentes a aplaudir (salmos 98:8), aclamar con gritos, como a un rey, a Elohim. Estas dos acciones tuvieron parte explícita, por ejemplo, en la coronación de Joás (2 Reyes 11:12).

¿Qué hace el ser humano cuando desea expresar su emoción, felicitar, mostrar su alegría por algo? ¡Grita, aplaude, silba, salta, grita más fuerte! Precisamente de eso está hablando el texto. Esa misma emoción que manifestamos en un concierto o en una premiación, es la que debe caracterizar la ovación que se rinde al Dios del universo, ¡nada menos!

No se acepta una adoración forzada. Si se va alabar, debe ser con júbilo. 

Rey grande sobre toda la tierra. ¿Y por qué aclamar a Dios? El uso del título común para la deidad, Elohim, cambia ahora en el verso dos al nombre personal Jehová. Porque Dios, el Rey soberano, no es cualquier figura pagana, es Jehová, el Dios de Israel.

El salmista identifica con precisión cuál es el elohim al que se refiere. No deja la alabanza al azar, Se trata de Jehová. Él es el único “altísimo”; el que habita en las alturas. Comparado con el ser humano, comparado con cualquier otro dios pagano, comparado con el mundo, comparado con la gloria y poder terrenal, Jehová es el Altísimo. Superior a cualquier otra cosa.

¿“Y temible”? ¿Quién quiere adorar gozosamente a un Dios temible? El contexto ilumina a qué se refiere este adjetivo. No describe a Dios como un ser a quien se deba tener miedo, sino más bien la grandeza de su persona que inspira reverencia, respeto y lealtad. 

Jehová es temible porque su santidad y su poder son infinitos. Es “Rey grande sobre toda la tierra”, ¿quién podría andar delante de él con liviandad? ¡Date cuenta de a quién estás adorando! Es el Altísimo, nadie hay como él… Su presencia para nosotros debiera ser sagrada. Conocer y apreciar el carácter de Dios nos llevará más y más a una actitud sumisa y reverente a sus mandatos.

Y cabe mencionar que esta frase, que menciona a Jehová como “Rey de toda la tierra” (Malaquías 1:14), quizás no sería bien vista a los ojos de los “pueblos todos”. «Jehová puede ser el rey de Israel, ¿pero el nuestro? ¡No lo creo!» dirían, a lo mejor. 

Pero el gobierno de Dios es una realidad, y a su momento Dios tomará lo que es suyo: la tierra en posesión.

Él someterá a los pueblos. El primer verso fue una citación, el segundo una descripción del rey, el tercero y cuarto tienen que ver con la motivación; la cual, debemos mencionar, es casi en su totalidad de índole nacional.

Es decir, ¿cómo podrían emocionarse los “pueblos todos” con ser sometidos a Israel? ¿Se alegrarían con la idea de estar bajo sus pies? El hecho es que Dios no somete las naciones a Israel, sino que puesto que él ha triunfado, con él triunfan también los suyos. 

Ciertamente Dios escogió a Israel como su pueblo a manera de primicias; con el fin de llegar a todas las naciones del orbe a través de él. En esto consistió la promesa a Abraham en Génesis 12:3 “en ti será benditas todas las naciones de la tierra” (cf. Salmos 47:9).

Por lo tanto, aunque por un tiempo los dominios de Israel fueron extendidos a través de la guerra, aspecto implícito en la frase “bajo nuestros pies” (Josué 10:24, Isaías 51:23), el plan de Dios era que por medio de su pueblo escogido todas las naciones llegaran al conocimiento de la verdad. Cuando finalmente se cumpliría la promesa de Isaías 49:6. 

De esa forma las naciones no estarían más debajo de los pies de Israel, sino que más bien se sentarían junto con Abraham y Jacob para tomar parte en el pacto de salvación (Mateo 8:11).

En los versos 3 y 4 parece darse un recuento histórico que, aunque expresado en tiempo futuro, en realidad relata lo que Dios ya ha hecho antes por Israel: “someterá a los pueblos” (Dios desalojó a los cananeos y los sometió a su pueblo escogido), “él nos elegirá nuestras heredades” (eligió a Jerusalén por morada suya para hacer habitar allí su nombre). 

Y podríamos añadir el verso 5, “Subió Dios”, como refiriéndose a Dios ascendiendo para tomar su lugar en la capital de la nación en la figura del arca del pacto.

Sin embargo, el tiempo futuro puede advertirnos de cómo Israel todavía aguardaba materializaciones más amplias de sus privilegios inherentes como pueblo amado del Rey.

La hermosura de Jacob. El altísimo Rey Jehová no sólo eleva a Israel como cabeza de los pueblos, sino que también elige para él sus heredades. De todos los pueblos, él escogió la tierra de Canaán para Israel y se la dio como heredad. 

“La hermosura de Jacob” se refiere a la gloria de Israel, aquello que le había sido dado por gracia y que hacía de él una nación especial entre todas: su tierra, su templo, su misma existencia era fruto de la elección divina. 

Dios escogió “La hermosura de Jacob” como su especial tesoro (Éxodo 19:5), y aunque en Amós 6:8 la repudió debido a la arrogancia de Israel, en Isaías 60:15 promete que su gloria sería renovada.

¡Cantad a Dios, cantad! El verso 5 entonces añade a los aplausos y las aclamaciones el sonido de trompetas, y el verso 6 exhorta cuádruplemente a la asamblea a cantar y cantar. “¡Cantad a nuestro Rey, cantad! Porque Dios es el rey de toda la tierra”. Esto refuerza el contenido de los versos 1 y 2, y nos ambienta más todavía en una escena de coronación. 

Es interesante el imperativo “¡Cantad con inteligencia!”, lo que está a la par de mensaje de Pablo a la iglesia de Corinto en 1 Corintios 14:15. Si bien la adoración debe estar llena de emoción y gozo, debe ser también hecha de forma racional. No podemos alabar porque sí, o porque la gente lo hace. Debemos estar conscientes de lo que decimos y por qué lo decimos.

El Rey de toda la tierra no espera de nosotros una alabanza mecánica u obligada, sino algo que fluya tanto de nuestro corazón como de nuestro entendimiento. 

Dios reina, se sienta sobre su santo trono. El verso 8 visualiza como ya hecho realidad el motivo de alabanza que había sido anunciado en el verso 3: Dios reina sobre las naciones (22:28, Apocalipsis 19:6), se sienta sobre su trono, todos los pueblos le obedecen. 

El verso 9 se encuentra en paralelo con el verso 4 por la relación Abraham-Jacob. Mientras que el segundo posee una connotación más particularmente identificada con la elección de Israel como pueblo, el primero tiene un alcance universal.

Se halla por eso aquí esa tensión entre elección especial y gobierno universal. En el verso 4 Dios ha elegido a la hermosura de Jacob, pero en el verso 9 los príncipes de los pueblos se han unido, han llegado a formar parte del pueblo del Dios de Abraham. En realidad, el reinado universal era el propósito final de la promesa Abrahámica y la elección. 

El primer cumplimiento de esto se da en el contexto de la buena nueva evangélica, que extiende la elección (v. 4) a todas las naciones, en virtud de la promesa a Abraham (Romanos 4:11-12, Gálatas 3:7-9).

¡Él es muy enaltecido! Finalmente, la asamblea aclama a Dios por ser el dueño de los “escudos de la tierra”, que no es otra cosa que el poder de todos los reinos, los imperios, de los grandes de la tierra. Pues el escudo es un símbolo de poderío militar.

Matiz mesiánico. Aunque todo lo dicho hasta ahora tiene aplicación para el gobierno de Jehová en el Antiguo Testamento y la promesa del evangelio de Jesús, su cumplimiento pleno viene con la escena de la coronación del Salvador a su ascensión (lo que confiere verdadero significado al v. 5).

Con su venida el Rey materializará su gobierno sobre todos los reinos del mundo, y entregará la heredad prometida (1 Pedro 1:4). Allí todos los pueblos se unirán en uno solo para alabar al Rey eterno que permanece para siempre.

No podemos despedirnos sin un consejo: Para formar parte de ese reino, primero tienes que hacerlo Rey de tu corazón.

Esta entrada tiene un comentario

  1. jose Alfredo Sánchez Lanzas

    gracia a Dios por usarles , y poder meditar en su palabra

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