
«El castigo tiene que cumplirse». H. M. S. Richards hubiese preferido jamás tener que escuchar a su madre decir esas palabras. Ya casi podía sentir en su piel el dolor de los 5 varazos que le aguardaban.
Todo sucedió así: Resulta que cuando Richards era tan solo un pequeñín, sentía un gusto en serio que especial por las manzanas. Para suerte de él y desdicha de su madre, el vecino tenía un manzano frondoso plantado justo en el patio de su casa, a escasos metros de la cerca que lo separaba de la casa del pequeño Richards. Así que de vez en cuando el jovencito sucumbía a la tentación y saltaba la cerca para darse un buen festín.
Un día, según cuenta él, su madre lo llamó y mostrándole una vara verde le dijo: ̶ ¿Ves esta vara?
̶ Si, mamá.
̶ Si tú vuelves a tomar tan solo una manzana del vecino sin permiso, voy a castigarte 5 veces con esta vara. ¿Está claro?
̶ Si, mamá.
El tiempo pasó y Richards se había mantenido obediente a las instrucciones de su madre. Sin embargo, las manzanas se tornaban cada vez más rojizas y provocativas. Su apetito le pedía que saltara la cerca y comiera al menos una solita, no causaría ningún daño con eso. Además, era improbable que fuese cierta la amenaza de su madre, ella lo amaba, nunca lo castigaría de esa manera.
Así que Richards, convencido, saltó la cerca y degustó un banquete de manzanas hasta quedar más que satisfecho.
Fue grande su sorpresa cuando, al retornar a este lado de la cerca, observó la silueta de su madre de pie frente a él, y con la vara verde en la mano. Allí estaban, la víctima y el verdugo. ¿Sería capaz de castigarlo su mamá que tanto lo quería? El niño temblaba, y casi sin pensar dijo: —Mamá, perdóname.
—No, hijo –dijo la madre–. Yo dije una cosa y tendré que cumplirla.
—Mamá, por favor, te prometo que nunca más lo volveré a hacer.
—No puedo, hijo. Tendrás que recibir el castigo.
— ¡Mamá, no, por favor!
—Entonces solo existe una solución, hijito.
—¿Cuál? –preguntó el pequeño esperanzado–. La madre le entregó la vara mientras decía:
—Toma la vara, hijito. No te castigaré yo a ti, pero en su lugar tendrás que azotarme tú a mí. El castigo tiene que cumplirse, porque la falta existió. Tú no quieres recibir el castigo, pero yo te amo tanto que estoy dispuesta a recibir el castigo por ti.
Richards cuenta que hasta aquel momento él había llorado con los ojos, pero al escuchar esas palabras empezó a llorar con el corazón. “¿Cómo tendría el coraje de golpear a mi madre –se preguntaba– por un pecado que yo había cometido?”. [Adaptado de Alejandro Bullón, Conocer a Jesús es todo, 34-35]
Un problema llamado «Pecado»
Cuando este relato me confrontó por primera vez, cavilé en la lectura por algunos minutos. No podía evitar preguntarme si la historia sería cierta, y sinceramente prefería que no lo fuera. No alcanzaba concebir tan siquiera el pensamiento de que mi madre asumiera la culpa de mis fallas; y peor aún, que yo mismo fuese quien ejecutara el castigo, ¡Inimaginable!
Pero, a diferencia de Richards, es triste tener que admitir que cuando Cristo nos entregó la vara, no solo la tomamos gustosos, sino que le dimos golpes hasta saciarnos, y al final le dimos muerte.
Pero salta la pregunta: ¿Por qué el Dios del universo nos permitió clavarlo en una cruz? ¿Por qué no llamó Jesús “doce legiones de ángeles” (Mateo 26:53) en su auxilio? Si hay algo que está claro, es que esto no fue un simple asesinato (v. 54).
Los pecadores necesitan perdón
El hombre y Dios estaban destinados a vivir eternamente en una relación de amor inquebrantable. Todo estaba planificado: El hombre crecería en conocimiento y gloria, llegando a ser más y más semejante al creador al andar en obediencia a su ley perfecta y en armonía con su voluntad.
Pero súbitamente una sombra negra se levantó en el horizonte de esta historia que en su origen fue soñada con un desenlace feliz: El pecado.
El verdadero «gran problema» del pecado es su naturaleza de rebelión contra Dios. Dios dice “no coman del árbol”, pero nosotros decimos “Sí comeremos del árbol”; Dios dice “No cometan adulterio” y nosotros decimos “Sí cometeremos adulterio”; Dios dice “Colócame a mí en el centro de tu vida” y yo digo “No. Estás equivocado. Yo seré el centro de mi vida”.
No es que Dios sea caprichoso, ni mucho menos. Como creador, sabe qué es lo que necesitan las criaturas para vivir en plenitud, y por ende, todas sus instrucciones y mandatos han sido producto de su amor entrañable por sus hijitos. Pero el pecado le da la espalda a ese amor, se sacude los pies delante de él, alza su puño insignificante delante de su cara y canta como Frank Sinatra: “Lo hice a mi manera”.
La Escritura dice que el “pecado es transgresión de la ley” (1 Juan 3:4), y esto es muy serio. No es una infracción pequeña, semejante a saltarse un semáforo que marca la luz roja, sino que detrás de la Ley a la cual el pecado irrespeta está el Gran Legislador; y esta ley representa la más pura esencia de su carácter: El amor (Romanos 13:11).
Por eso el pecado es una sombra oscura de una naturaleza tan grave e intensa, no porque sea una falla a un mandato, sino porque es un desprecio del ser mismo del creador.
Así que el pecado se levantó y se levanta cómo la gran barrera que separa a Dios del hombre (Génesis 3:8, 23-24; Isaías 59:1,2). Es un muro que para el ser humano es imposible saltar por sí solo (Proverbios 20:9). Y debido a que esta barrera quebranta la relación con el Creador que da la vida, el pecado causa muerte (Romanos 5:12).
De hecho, Dios, en semejanza de la madre del pequeño jovencito, había advertido del castigo que sobrevendría sobre Adán y su linaje si éste pecaba: De cierto morirás (Génesis 2:17; Romanos 6:23). Según el apóstol Pablo, mientras vivimos en pecado ya estamos, en realidad, muertos (Efesios 2:1).
Sin embargo, en lugar de estar por allá sentado en su trono de brazos cruzados, Dios es quien ha tomado la iniciativa de restaurar esta relación de amor. Pero no bastaba ser misericordioso (Éxodo 34:6,7). Tal como en la historia de Richards, el pecado exige castigo, exige justicia; por lo tanto, el perdón no podía ser gratuito. Alguien debía ser azotado con la vara, alguien debía morir para que el hombre tuviese vida.
Pedro habla de una “gracia destinada a vosotros” de la cual los antiguos habían profetizado (1 Pedro 1:10). Y cuando Jesús dijo que la escritura tenía que cumplirse (Mateo 26:54, se refería a esta gracia planificada desde tiempos eternos: Él se entregaría a la muerte, llevaría el castigo, y rompería el muro (Lucas 19:10).
Expiación
El vocablo español «expiación» no es una traducción de una palabra griega o hebrea, sino del inglés Atonement. Etimológicamente hablando, este término en realidad significa reconciliación.
Pero el panorama teológico ha reducido su significado, llegando a referirse en tiempos modernos más precisamente a la obra que Jesucristo, como Dios encarnado, efectuó para tumbar el gran muro, y construir un puente entre el cielo y la tierra.
Cuando lees «expiación» sabrás que se está usando para aludir directamente a la Gran obra de reconciliación de la humanidad.
Pero aunque «expiación» no sea un término bíblico específico, su concepto sí lo es. Ha sido elaborado al eslabonar el significado de otros términos del Antiguo y Nuevo Testamento.
Dentro de las palabras que bien ilustran el proceso expiatorio, están los verbos hebreos kafar y kipper que dan la idea de «cubrir, cubrir pecados, hacer reconciliación, pacificar» (y en consecuencia, perdonar).
Pero la expiación o el perdón en el sistema ritual del AT no se ofrecían de manera gratuita; sino que para poder expiar, borrar, limpiar o perdonar el pecado se requería la muerte de un animal.
Levítico 4:20 y Números 15:25 –algunos de tantos ejemplos–, muestran que cuando un individuo pecare, llevaría un becerro o cordero al sacerdote, y en virtud de la sangre de ese becerro el pecado del hombre podía ser expiado y cubierto.
La expiación entonces consistía en un pecador que confesaba sus pecados sobre una víctima animal, transfiriéndolos simbólicamente sobre ella, y luego la víctima era degollada como portadora de la culpa (Levítico 17:11).
Así enseñó a Dios de manera objetiva que el perdón, repito, no era gratuito. Se requería que alguien llevara el castigo. Y así, al matar al animal, y en virtud de su sangre, el pecado del penitente era kafar: expiado, cubierto o perdonado.
Cristo nuestra expiación
El hombre no podía encontrarse en una peor condición delante de Dios: Todos pecadores y destituidos de su gloria (Romanos 3:23), enemigos de Dios (Colosenses 1:21), No hay quien haga lo bueno (Salmos 14:3), hijos de Ira (Efesios 2:3), pero llega entonces Cristo al escenario de la historia, y ¡Hurra! Juan el Bautista le llama “El cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29), y Pablo ve en él el cumplimiento del cordero pascual, que fue sacrificado por nuestros pecados (1 Corintios 5:7).
Él viene a ser el sacrificio que Dios prometió que proveería (Génesis 22:13), por eso toma los pecados del mundo sobre sí mismo (1 Pedro 2:23-24), y nosotros somos hechos “justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:19-20). Así ocurre la expiación.
¡Es casi irreal! El mismo Dios que pronunció la sentencia en el Edén es el que vino a este mundo a poner la vara en nuestra mano, y llevar nuestro castigo: La muerte. Y no tanto porque le suplicamos llorando, sino porque de tal manera amó al mundo (Juan 3:16).
Es imposible resistirse a la fuerza con la que nos atrae su gracia. En el centro de la exposición magistral que hace Pablo de la expiación, se dice que somos “justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Romanos 3:24).
Una justificación que es gratuita para nosotros, pues solo puede ser recibida por fe (v. 22). Pero para el cielo fue muy costosa, bien requirió la vida del mismo Dios.
Así que la expiación se puede resumir así: Había una barrera que separaba al hombre de Dios, el pecado. El Señor, en su deseo de poder reconciliar a sus hijos consigo mismo, proveyó el sacrificio necesario para borrar/expiar/limpiar/perdonar los pecados.
Este sacrificio resuelve el problema, y constituye la base, objetiva y justa, en virtud de la cual todos los que lo aceptan con fe son puestos en paz con Dios (Romanos 5:1), y libres de toda condenación (8:1). Por lo tanto, podemos afirmar que la expiación es el proceso para reconciliar al hombre con Dios, borrando la culpa del pecado que pesa sobre él.
Un último aspecto importante que debemos comentar es que así como en el ritual Israelita la sangre del sacrificio era ministrada por el sacerdote, fuese en el lugar santo untándola sobre los cuernos del altar de incienso o derramada al pie del altar del holocausto, así también la expiación fue provista en la cruz al entregarse Jesús a la muerte, pero es aplicada y ministrada a los creyentes por medio de su Sumo Sacerdocio en el Santuario Celestial (Hebreos 9:23-28).
Cristo nuestra propiciación
Este término proviene de la familia de palabras griegas hilaskomai, que en tiempos modernos los estudiosos han preferido traducir también como «expiación» para evitar las connotaciones negativas que sobre estos términos arroja la influencia de los rituales paganos de sacrificios. Rituales que eran efectuados con la idea de apaciguar o aplacar la ira de los dioses.
Ellos arguyen que el pensamiento Paulino encuentra su base escritural fundamental en la LXX, y en ésta los derivados de hilaskomai son usados con el significado primordial de perdón o exención de la culpa. Aunque es una observación válida, muchos otros estudiosos han notado que no suple todo el sentido del uso dado a «propiciación» en el NT.
Si acercamos la lupa al argumento hilado que teje Pablo en los capítulos 1-4 del libro de Romanos, observamos que la exposición comienza con una referencia a la ira de Dios (1:18) que se revela contra el pecado.
Esa ira no se trata de una explosión irracional, como es en el caso de los seres humanos. Más bien, se trata de la respuesta lógica de Dios contra el problema del pecado, fruto de su misma santidad y su amor por el hombre. ¡Dios no puede estar en paz mientras los seres humanos se destruyen a sí mismos y a los demás! Él aborrece el pecado, y su propósito es erradicar el pecado. Su ira es contra el pecado y el mal.
Por ende, todos aquellos que deciden perseverar en el pecado se encuentran también bajo la ira de Dios (1 Tesalonicenses 1:10). Pues si Dios va a destruir finalmente el pecado, con él serán destruidos los pecadores.
Cuando llega al clímax de su exposición en el capítulo 3, Pablo va a concluir el tema de la ira que hasta ahora ha quedado abierto.
Desde 1:18 hasta 3:19 demostró que todo el mundo, tanto judíos como gentiles, están bajo la ira y el juicio Divino porque han pecado; pero ahora en 3:20-26 mostrará la solución provista por Dios y testificada por la ley y los profetas (3:20): La justificación gratuita en Cristo.
En este contexto, cuando Pablo declara que Dios le puso “como propiciación por medio de la fe en su sangre” (3:25) no se está refiriendo meramente al perdón de los pecados, sino a ese sacrificio que sirve como base para desviar la ira de Dios del creyente.
El hombre pecó y está bajo la ira, pero Dios juzgó y condenó todo el pecado del mundo sobre la cruz en Cristo, por eso el que cree en él –que ha colocado sus pecados por la fe sobre el Hijo de Dios en el madero para que sean borrados–, no tiene que enfrentar la ira de Dios contra el pecado (Juan 3:36).
La gran diferencia entre el concepto pagano y el cristiano de la propiciación, es la actitud Divina.
En la perspectiva de los sacrificios paganos hay que apaciguar a los dioses. En la perspectiva cristiana, Dios es quien proporciona la propiciación porque ama al hombre (1 Juan 2:2, 4:10), y aunque el pecado acarree su ira, ¡se niega a permitir que perezca!
No es posible desviar la ira del hombre si no se hace algo con el pecado del hombre, debido a eso Jesús tomó sobre sí nuestros pecados en la cruz, y al ofrecer una expiación perfecta por ellos (Hebreos 10:12), garantizó la exención del castigo de la ira a todos sus hijos.
Es cierto, la ira Divina es real, pero el seguidor de Jesús puede dormir seguro pues su condena ya la pagó su Señor.
¿Cuál es la diferencia?
Concluyamos, pues, ¿Cuál es la diferencia entre expiación y propiciación?
Lo correcto sería verles a ambas como resultados de la victoria de Cristo sobre la cruz: Mientras la expiación está orientada hacia el pecado; borrando su registro, perdonando la culpa y proveyendo el medio de reconciliación; La propiciación, por otro lado, aborda la dimensión del plan salvífico que tiene que ver con la actitud de Dios hacia el pecador. En Cristo, Dios está poniendo los fundamentos para tratar con misericordia, amor y justicia a la vez a todo creyente.
Más allá de las cuestiones de términos y detalles, quisiera que puedas notar cuán amados somos –y eres– en el cielo. Al punto que Dios invirtió todo su capital, la sangre preciosa de su Hijo, en este negocio de salvación; y hoy monta una celebración por cada pecador que se arrepiente (Lucas 15:10).
La gracia ha emprendido, desde el Edén, anhelante búsqueda de cada ser humano para salvarle del pecado y de la muerte.
¿Te dejas alcanzar?
“Él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5).