¿Qué es el verdadero amor según la Biblia?

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«Era mi pasaje favorito de las Escrituras durante mi adolescencia. Ocupaba un lugar muy especial en la libreta de poemas, versos y pensamientos alusivos al amor, que llevaba en mi época de liceísta. Lo releía con frecuencia, una y otra vez, porque su hermosura y profundidad me cautivaban».

Con esas palabras comenzó a relatarme su experiencia una amiga, en cierta oportunidad.

«Mi mente juvenil llena de ilusiones, reforzada por una naturaleza romántica, me hacían soñar con el momento en que encontraría un amor así,  ‒prosiguió diciendo‒.  Cuando entraría en escena ese ser maravilloso, único, especial, dispuesto a ofrecer un amor perfecto, como el que describe 1 Corintios 13…

“El amor es sufrido, es benigno…”

»El momento llegó. ¡Eureka! ¡Lo logré! ¡Existe! No se trataba de una fantasía, una hipérbole o una mera utopía. En contraste con la experiencia o el sentir de muchos, se materializaba hermosamente para mí, en una relación que prometía durar toda la vida; ser un ensueño de comprensión, ternura y tolerancia…

“El amor no tiene envidia, no es jactancioso, no hace nada indebido…”

»Espera un poco. ¿Qué estaba pasando? No había transcurrido tanto tiempo, pero ya no percibía las cosas de la misma manera. 

»Surgían diferencias de opinión que no se solventaban tan rápidamente como esperaba. Algo de celos por aquí, disgustos por allá, nuevas dosis de desacuerdos. Lágrimas. Resentimientos. Noches en vela. Miles de preguntas que parecen no encontrar respuesta. Expectativas insatisfechas. 

»No se suponía que las cosas serían así, porque el amor “no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor…” 

»Creo que en el fondo no me entiende. Es posible que yo tampoco entienda de manera tan excelente como pensaba. ¿Será que mis pensamientos y sentimientos no importan tanto? Ahora me parece un poco egoísta. Me recrimina por aspectos de mi personalidad que nunca le oculté. No tengo ya la certeza de que estemos actuando con absoluta sinceridad.

»¿Dónde quedó esa parte que dice: “no se goza de la injusticia, más se goza de la verdad…”?

»Me equivoqué. Me apresuré. Me cegué. Siento un cargamento enorme sobre mi espalda. El peso de una gran frustración. Definitivamente, no era la persona indicada. Muchas más lágrimas y noches en vela. Quisiera retroceder el tiempo, tomar otras decisiones.

»Si tan solo hubiese elegido a alguien un poco diferente en esto o en aquello… ¿O será que en verdad el amor verdadero no existe? ¿O el tiempo y la rutina lo transforman y terminan por asfixiarlo irremediablemente? Tal amor es imposible. Un amor que…

“todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta…”». 

Esa es la conclusión común a la que han llegado y siguen llegando, erróneamente, millones de personas de diferentes edades y culturas, alrededor del mundo. 

Hemos descifrado mal el misterio. Hemos buscado en lugares equivocados. Hemos definido mal el término. Porque el amor verdadero no es tan solo un sentimiento, es un principio. 

El apóstol Juan dio en el blanco, resolvió el enigma para nosotros, cuando explicó de una manera muy sencilla que el amor verdadero es en realidad una persona. 

“…Dios es amor” (1 Juan 4: 8). Se trata de su naturaleza, su carácter, su esencia. Incluso los profetas bíblicos del Antiguo Testamento también reconocen que el Dios en el que creemos es “un Dios bondadoso y compasivo, lento para la ira y lleno de amor (Jonás 4: 2), un Dios cuyo mayor placer es amar (Miqueas 7: 18). 

Por eso el hermoso poema de 1 Corintios 13 concluye diciendo: “el amor nunca deja de ser…”, porque es la misma esencia de aquel que no conoce principio ni final, de un Dios que es eterno.

Cada flor, cada árbol, cada pájaro, atestiguan de su cuidado tierno y paternal, y de su deseo de hacernos felices.  Sin embargo, la revelación más elocuente de ese amor la encontramos en el mejor regalo que pudo entregarle a la raza humana caída: su propio hijo Jesucristo, Dios hecho hombre. 

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito…” (Juan 3: 16).  

¡Oh, qué prueba tan irrefutable de su profundo amor! De un amor que verdaderamente “no busca lo suyo” y es capaz de entregar todo y sacrificar hasta lo sumo.  

“El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”, es la idea completa del texto de 1 Juan 4: 8. Un pasaje que nos demuestra que con frecuencia seguimos el camino equivocado. Por eso sufrimos y nos frustramos. Porque deseamos dar y recibir amor sin estar conectados a la única fuente del amor genuino y perdurable. Por supuesto, no funcionará. 

Sería como pretender usar indefinidamente el teléfono móvil sin conectarlo nunca a una fuente de energía; sencillamente, eso no sucederá (al menos, no con la tecnología que conocemos actualmente). 

Con razón el Señor Jesucristo dijo: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, este lleva muchos frutos; porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15: 5).

El asunto opera de la siguiente manera: conocemos a Dios y nos dejamos cautivar por el amor supremo, indescriptible, inmensurable, incondicional, eterno, que Él nos ofrece como un don gratuito e inmerecido. 

Entonces no deseamos otra cosa, sino rendimos ante ese amor, y esperar que llene nuestras vasijas vacías. Y Dios lo hace, feliz, y en una medida tan abundante, que nuestras vasijas rebosan y llegan a impregnar a otros. 

No funciona de ninguna otra manera. No hay otra vía. No podemos abastecernos en otras fuentes. Sólo cuando nos conectamos a Dios podemos reflejar su amor en nuestras propias vidas y en nuestras relaciones.

La buena noticia es, que el amor verdadero existe. 1 Corintios 13 describe una hermosa e irrefutable verdad. Son las características que definen el amor de Dios. En otras palabras, las características del mismo Dios. Solo en El podemos encontrar tal perfección. 

La calidad del amor que nosotros podemos ofrecer, aunque es una extensión del amor divino, estará siempre matizada por nuestras tendencias humanas egoístas. Pero el Señor nos desafía a recorrer un tramo más. “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5: 48), es una invitación pero también una promesa, porque la contemplación produce transformación. 

Miremos a Dios, hablemos con Dios, pensemos en Dios, caminemos con Dios, e inevitablemente, nuestro carácter se parecerá cada día más al carácter de nuestro tierno Dios de amor.

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