Todos merecemos tener un libro que podamos leer de una sola sentada por lo mucho que nos gusta. En mi caso tengo varios, pero uno de los más adictivos es el bestseller El caso de Cristo.
Desde el momento en que Lee Strobel apareció en el juzgado en Dios no está muerto 2 como estudioso con credenciales, defendiendo la historicidad de la existencia y la vida de Cristo, dije: ¡Yo tengo que leer el libro que escribió ese hombre!
Al poco tiempo de haber llegado a la universidad, husmeando en la biblioteca, ¿adivina que encontré? Mis ojos se iluminaron al ver ante mí un ejemplar de ese libro que tanto ansiaba leer. Inmediatamente lo pedí, y lo mantuve acaparado casi 2 meses (¿lo siento?).
Una de las cosas que me sorprendieron fue el testimonio de Strobel.
Nacido en 1952, maestría en derecho de la universidad de Yale, periodista del Chicago Tribune por 14 años, galardonado con numerosos premios, ateo confeso y practicante… Le tocó afrontar un duro golpe: la conversión de su esposa al cristianismo.
Pensó que eso dañaría rotundamente su relación. Strobel no creía en el cristianismo, y mucho menos quería creer. Llevaba una vida licenciosa, había progresado en su trabajo al pisotear a los demás, y no tenía la menor intención de cambiar sus malos hábitos.
Sin embargo, las cosas fueron muy diferentes. Su esposa Leslie comenzó a dar un cambio tan positivo, que Strobel se vio obligado a preguntarse: ¿será que puede ser cierto?
Inició, en 1980, un proceso exhaustivo de investigación sobre el cristianismo utilizando los procedimientos aprendidos en la jurídica americana, y después de entrevistar 13 eruditos evangélicos se convenció de su veracidad. Dio el paso de fe, y se convirtió en cristiano.
De allí en adelante su vida cambió por completo. Fue pastor unos años en Willow Creek, llevó adelante un programa televisivo llamado Fe bajo fuego, y se dedicó a la escritura.
Él dice:
“En verdad, la diferencia en mi vida fue tan radical que unos pocos meses después de que me convertí en seguidor de Jesús, nuestra hija de cinco años, Alison, se acercó a mi esposa y le dijo: «Mami, quiero que Dios haga por mí lo que hizo por papi»” [Lee Strobel, El caso de Cristo, 313].
¡Tremendo! De ateo a defensor del cristianismo, de periodista engreído a discípulo humilde, de inflexivo y colérico a manso, sincero y bondadoso.
No, en serio, en serio, la pregunta es: ¿Será que Dios lava el cerebro?
El viejo hombre
Nunca faltan en las redes sociales esas fotos de antes y después. Que consisten básicamente en la comparación de las cualidades de una persona (por lo general físicas) en una primera época perteneciente a algún tiempo atrás, con las nuevas condiciones que son sustancialmente diferentes.
Recuerdo una en particular. Un amigo, Dany Vallesteros, había conocido al Señor, le había rendido por completo su vida, y en poco tiempo pasó de ser un muchacho de barrio malandro, a ser un evangelista.
En la foto del antes estaba con sus antiguos amigos, con botellas de ron en sus manos, cadenas y sin camisa. En el después, estaba predicando en el púlpito de una iglesia, con su corbata y una Biblia en su mano.
Cuando hablamos de “viejo” y “nuevo” hombre, hacemos una especie de contraposición entre ese antes y después. Antes era aquello, ahora soy esto. Aunque la diferencia no siempre se notará en una fotografía.
Antes era adúltero, fumador, egocéntrico, rencorosa, mafioso, traficante, violador, estafador, borracho, prostituta, chismosa, lo que sea… Ese es mi «viejo hombre». Y cualquiera que fuere nuestra vida, nuestra identidad pasada tiene un título común: pecado. Que se manifiesta en todos de distintas formas.
Por ello el «viejo hombre» estará asociado a la naturaleza inherente a todos nosotros que origina los hechos, hábitos, pensamientos y deseos que caracterizaban nuestra vida de pecado.
Es como imaginarnos cargando un gran saco de basura. El «viejo hombre» carga el saco, y en él está guardada toda la carga de pecado y transgresión de la vida que lleva. El saco de pecado está tan íntimamente ligado con su identidad, que son considerados prácticamente como una sola cosa.
Ahora bien, cuando hablamos del «viejo hombre» en el presente, como si todavía existiera, no nos referimos tanto al hombre como tal, sino al saco que llevaba. Cuando afirmo «lucho con mi viejo hombre», no hablo del Miguel de 10 años atrás como un todo, sino específicamente de los hábitos, deseos, el pecado que aquel Miguel cargaba.
Aquel viejo hombre era entonces hijo de su “padre el diablo” todavía, porque mis deseos eran afines a los suyos (Juan 8:44); estaba bajo su dominio (1 Juan 5:19), en las tinieblas del pecado (Efesios 5:8) y estas pervertían mi entendimiento (Efesios 4:18). El viejo hombre estaba “viciado conforme a los deseos engañosos” (v. 22), muerto en delitos y pecados (Efesios 2:1), sin esperanza y sin Dios en el mundo (v. 12).
Se complacía en las obras de la carne (Gálatas 5:16-17), y con los que las practicaban (Romanos 1:32). Nada menos que un esclavo del pecado (Romanos 6:20), por estar sujeto a una “vana manera de vivir” que recibí de mis padres (1 Pedro 1:18). Eso era “en otro tiempo” (Tito 3:3); ese era el «viejo hombre».
Cuando observamos la foto del antes, ese es nuestro retrato. No únicamente acciones o pensamientos; es una naturaleza profundamente arraigada, heredada, cuya composición genética se resume en una palabra: pecado. Vivo en el pecado porque soy pecador.
O dicho de otra manera, el viejo hombre hace al saco, y no el saco al viejo hombre.
Pero si existe un viejo hombre, es porque ha de haber uno nuevo también.
El nuevo hombre
El cambio que experimentó Strobel y que acontece a cada persona que rinde todo a Dios sin reservas, es un milagro del cielo. Es de un origen tan sobrenatural, que se compara con la muerte y la resurrección.
Es mucho más que quitar algunas cosas del saco; es crucificar al hombre y que nazca uno nuevo. ¿Cómo sucede eso? Es difícil de determinar.
Que es mucho más que una reforma, que buenas aspiraciones y voluntad, remordimiento y arrepentimiento, queda claro por varias razones.
Pedro dice que fuimos rescatados de nuestra vana manera de vivir heredada, no por medio de oro o plata, sino por la “sangre preciosa de Cristo” (1 Pedro 1:19) que purifica nuestras almas por la obediencia a la verdad mediante el Espíritu (v. 22).
No es voluntad humana, es su sangre el agente transformador.
De hecho, Juan dice que el nuevo hombre nace por la voluntad de Dios (Juan 1:13). Es hechura suya, creado en Cristo Jesús (Efesios 2:10), creado según Dios (Efesios 4:24), llega a ser participante de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4). Pablo dice que “si alguno está en Cristo, nueva criatura es” (2 Corintios 5:17).
El nuevo hombre no es un cambio de saco, es un cambio de hombre. ¡Y este cambio es totalmente sobrenatural!, obrado por el poder de Dios. Él cambia el hombre, y le entrega un nuevo saco de justicia.
Por supuesto, en este proceso el hombre toma una parte muy activa e importante. Pero el hombre no puede conseguirlo sólo; la gracia y el poder de Dios lo obran. Pablo dice que somos transformados “por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18).
Despojándose del viejo hombre
Esta transformación, llamada en algunos lugares de la Biblia el “nuevo nacimiento”, tiene el propósito de llevar al hombre del pecado que le esclaviza a la justicia y la santidad, sin la cual “ninguno verá al Señor” (Hebreos 12:14).
Para eso el viejo hombre debe ser muerto, debe ser crucificado, debe ser tratado como Cristo lo fue, para “que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6:6). Dios nos libera del pecado, con su poder nos quita el saco, subyuga nuestra naturaleza, para que lleguemos a ser siervos de la justicia (v. 18).
Pero la transformación implica que nos consideremos muertos al pecado (v. 11), y pongamos nuestra voluntad en no perseverar en él (v. 1), en no ocuparnos de las cosas de la carne (Romanos 8:6). De esa forma, el pecado no se enseñoreará de nosotros (v. 14).
A eso se refiere el término “despojar”. Alejarse, renunciar, apartarse, desechar el pecado que caracterizaba al viejo hombre.
Pero, ¿si Pablo dice que el viejo hombre ha sido crucificado con Cristo (v. 6), por qué dice también que debemos “despojarnos” de él (Efesios 4:22, Colosenses 3:9)? ¿Si dice que el que está en Cristo es una nueva criatura (2 Corintios 5:17), por qué dice que debemos vestirnos del nuevo hombre?
Aunque podamos dar el paso de morir al pecado y vivir para Dios, eso no borra por completo lo que el antes significó. El viejo hombre no muere por completo en un primer momento, nos corresponde seguir haciendo “morir lo terrenal” en nosotros (Colosenses 3:5).
Nótese que el apóstol dice “porque habéis muerto [a este mundo]” (v. 3), y aun así reconoce que nos toca seguir haciendo morir lo terrenal en nosotros (v. 5). Hay que dejar todavía algunas de esas cosas en las cuales anduvimos en otro tiempo (v. 7-9), y continuar revistiéndonos del nuevo hombre (v. 10).
Aunque Dios es el único capaz de encargarse del hombre, a nosotros nos corresponde soltar el saco.
Debemos despojarnos del saco de la vida antigua, de los malos hábitos, de los pensamientos errados y pervertidos, de las tendencias y deseos, y permitir que Dios coloque sobre nuestros hombros un saco de justicia y verdad.
Siguiendo el consejo de andar en el Espíritu y no satisfacer los deseos de la carne (Gálatas 5:16), de vivir según el Espíritu y ocuparse de sus obras (Romanos 8:6, 9), de únicamente dar lugar en la mente a lo puro y santo (Filipenses 4:8), de poner toda nuestra diligencia en añadir virtudes a nuestro carácter (2 Pedro 1:5-7), entonces nos vamos despojando del viejo hombre y revistiéndonos del nuevo.
Poco a poco el después se va alejando del antes, y el cambio se vuelve notorio. Aprendiendo de Cristo (Efesios 4:20) e imitándole (5:1), el hombre deja de ser pecador para vivir en justicia, y deja de portar un saco de pecado, para llevar un saco de buenas obras que glorifiquen al Señor.
Lo que el Señor es capaz de hacer con una persona dispuesta no lo podemos imaginar. No sé qué tan notorio habrá sido el cambio de Strobel, pero yo también quiero que Jesús lo haga en mí.
No te aferres al pecado. Despójate del viejo hombre, y deja que Él cree en ti uno nuevo. Lanza ya ese saco de basura y dolor; lleva más bien el yugo fácil y ligero de Jesús.