Cuando conocí a Eduardo tenía casi todos los componentes del perfil de un estudiante de 1er año de teología. Joven alto, educado, carismático, con lentes, bien vestido. La clase de hombre que una madre quiere como esposo para su hija.
La mayoría de los compañeros hicimos buena relación con él, y rápidamente ganó reputación en el grupo.
Al tiempo se convirtió en mi amigo incondicional, y nos apoyamos fielmente durante todo ese primer ‒y duro‒ semestre. Sin embargo, en algún momento Eduardo me contó un poco sobre su vida pre-cristianismo.
En sus tiempos de bachillerato Eduardo era nada más y nada menos que un rockero y bebedor, con pircing en la lengua y cabello largo. Se escapaba de casa con sus amigos, era promiscuo, muy agresivo por naturaleza.
Sus padres habían conocido a Jesús y él había permanecido totalmente al margen de sus creencias. No le gustaban los cristianos, y estaba tan metido en su mundo que no deseaba saber nada de la iglesia.
Pero poco a poco, con el paso de los meses, Eduardo fue cediendo. En una ocasión llegó un pastor a la iglesia para tener una semana evangelística, y fue a visitarlo en su casa. Eduardo acudió todas las noches y comenzó a mostrarse receptivo al llamado de Dios.
Pero el camino todavía fue escabroso para él. Cuando empezó a decidir por Dios Satanás intentó retenerlo. Incluso llegó a estar endemoniado.
Yo escuchaba todo su relato asombrado. No lograba cambiar la imagen del Eduardo que conocía. ¿Cómo era posible que aquel muchacho con el cabello largo y rebelde fuera el mismo que estaba ahora sentado frente a mí? La transformación fue radical.
Pero más que la transformación física, lo que llamaba mi atención era la transformación de su mente, de su manera de pensar. No había pasado mucho tiempo, pero no era la misma persona. Eduardo era irreconocible.
¿Cómo experimentar una renovación así? En nuestro artículo ¿Hay poder en nuestros pensamientos? Hablábamos de la importancia de los pensamientos para esta vida y la venidera, pero ahora nos compete estudiar cómo se experimenta esa «cristianización» o renovación de la mente.
La mente humana
Me considero un fanático de la mente humana. Probablemente, de no haber estudiado teología me hubiese inclinado por la medicina para especializarme en neurología. La cantidad de operaciones simultáneas y tan complejas que lleva a cabo el cerebro en instantes es más que sorprendente.
Sin embargo, debo hablar aquí un poco negativamente de nuestro cerebro; puesto que a la par de su complejidad y su perfección (testigos del diseño Divino), es necesario asumir la realidad: la mente humana, creada en un principio como un poder ilimitado para el bien, ya no es perfecta.
De hecho, probablemente esté muy distante de ser lo que en antaño.
El pecado ha significado degradación en lugar de evolución. Generación tras generación perdemos más de aquellos dones físicos, mentales y espirituales originales venidos de la mano de Dios. ¿Y lo peor? No hay tratamiento médico que lo revierta.
La inteligencia, sabiduría, discernimiento, memoria, y armonía con el ser, el carácter y la voluntad de Dios hacían en el principio de nuestra mente una esponja dispuesta para absorber el conocimiento infinito del universo y todo lo creado; especialmente de la hermosura del carácter de Dios.
¿Siempre hay un “pero”, no? La mancha negra del pecado llegó para colocar su trono precisamente allí, en la facultad mental que elevaba al ser humano por encima de la creación; con la duda, la intriga, los anhelos egoístas, y la desconfianza, consumó la caída del hombre.
De ahí en más, el cerebro que había sido creado para dar abundante gloria a la sabiduría Divina, se convirtió en el instrumento más poderoso de Satanás para la vertiginosa degradación de la dignidad humana.
En los días en que nuestro Señor caminó en este mundo, y mucho más ahora dos milenios después, del corazón o la mente del hombre solo brotan “los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos…” (Marcos 7:21, 22).
Difícilmente se pueda encontrar otra descripción más trágica de la involución de la mente humana que la de Romanos 1:18-32.
Los hombres conocían a Dios pero simplemente no les provocó glorificarle, sino que “se envanecieron en sus razonamientos y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios se hicieron necios” (vv. 21, 22).
Luego, y por consecuencia, “cambiaron la verdad de Dios por la mentira” y prefirieron honrar a las criaturas antes que a Dios. ¿Resultado? Se vieron envueltos en pasiones vergonzosas (vv. 25, 26).
Por último, como no quisieron tener en cuenta a Dios, él los entregó a “una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen” (v. 28). ¿Nos sorprende que hayan llegado a estar “atestados” de todas las maldades que luego se mencionan (vv. 29-31)?
Este breve esbozo muestra cómo el hombre descendió y descendió hasta llegar a la peor condición posible. Y esto significó la ruina de su mente.
La mente que fue creada respirando y procurando santidad, ahora es irreconocible. Cada neurona responde al impulso del pecado.
¿Cómo hacer entonces? Si la mente es quien gobierna el cuerpo, la torre de control de las emociones y acciones, si la mente es el lugar donde nace la fe y está así de contaminada, ¿hay alguna solución?
Renovar la mente
Suena fácil, se dice fácil, parece fácil en otros, pero cuán difícil es en realidad.
Renovar la mente no es como cambiar de ropa, o vaciar el closet de lo que ya no usamos. No es como vender un vehículo y comprar uno nuevo. Renovar la mente es como demoler una casa hasta los fundamentos, para empezar a construir una nueva.
Después de todo lo que se ha construido tras nosotros en generaciones pasadas, de toda nuestra historia de vida, y de los grandes edificios de pecado que construye el mundo en derredor nuestro, solamente Cristo es un ingeniero capaz de llevar a cabo tal proyecto.
La actitud positiva, la inteligencia emocional, el insight, la meditación, todo eso son pequeños martillazos que se le dan a la casa; ¡solo Cristo puede levantar en ese lugar un nuevo templo para el Espíritu Santo!
Pero, ¿cómo sucede? ¿Cómo llegó Eduardo de ser lo que era a ser lo que ahora es? Intentemos averiguarlo.
Una decisión
La renovación de la mente comienza con un pequeño, diminuto, pero firme golpe que se le da a una de las coyunturas de la estructura de la casa: una decisión.
Esta decisión no cambia mucho dentro de la casa misma, pero fíjate en lo que ocurre.
Jesús está afuera llamando, tocando el timbre. A veces más fuerte, otras veces más suave. Abrir la puerta de la casa quizás es muy difícil, pues hay allí un hombre fuerte que no lo permitiría (Mateo 12:29).
Pero al tomar esa decisión abrimos al menos un pequeño hueco en una pared, por donde Jesús es capaz de entrar y comenzar a hacer su obra. ¿Y cuál es esa decisión?
“Si Jehová es Dios, seguidle” (1 Reyes 18:21)
“Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo tú y tu casa” (Hechos 16:31)
“Si crees de todo corazón, bien puedes. Y dijo: creo que Jesucristo es el hijo de Dios” (Hechos 8:37)
“Me levantaré e iré a mi padre” (Lucas 15:18)
“Si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos” (Marcos 9:22)
“Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios lo levantó de los muertos, serás salvo” (Romanos 10:9)
¡A todos nos toca tomar la misma decisión de maneras diferentes! Pero básicamente es la respuesta a una pregunta corta y puntual: “¿Quieres ser sano?” (Juan 5:6).
¿Quieres que Jesús entre a tu mente y la transforme? ¿Quieres que Jesús cambie tu manera de pensar, que cambie tu vida? ¿Quieres que tome él el control de todo cuanto eres? ¡Entonces dale un golpe a la pared!
Esta decisión no es simplemente una aceptación de un cuerpo doctrinal, no es simplemente decir “sí, yo creo”. Es como firmar el contrato con Jesús diciéndole «Cueste lo que cueste, esta casa será para ti».
No cambiarás tu mente en ese instante, ni tus pensamientos, tampoco cambiarás tu vida; pero sí le estás dando entrada al que es capaz de iniciar una hermosa obra de reconstrucción. Eduardo tomó esa decisión, y fue solo el comienzo.
Una obra de toda la vida
La decisión apertura la obra, pero es apenas el inicio del trabajo duro. Cuando Jesús ha entrado en la mente, comienza a martillar los fundamentos de las motivaciones, los anhelos, las convicciones… Su plan de trabajo implica ir desde lo más profundo hasta lo más evidente.
Y nosotros debemos ser sus colaboradores. Pablo dice “no os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento” (Romanos 12:2).
El trabajo no lo hace el Señor solo. ¡Nosotros somos sus ayudantes! ¿Y cuál es nuestra parte? Hacer lo que el jefe manda.
Jamás podríamos renovar nuestra mente por nosotros solos, pero el Señor no hará lo que está en nuestras manos hacer.
Así, mientras él trabaja en lo profundo de nuestra mente, nosotros oramos, estudiamos la palabra, meditamos en el Señor, hablamos a otros, llenamos nuestra cabeza de alabanzas, de textos bíblicos, ¡Le pasamos las herramientas para que él las use!
A su vez, también nos llevamos las herramientas del enemigo y las arrojamos lo más lejos que podemos: los intereses mundanales, las malas palabras, las películas incorrectas, nuestros malos hábitos… ¡Todo eso lo echamos lejos!
No significa que de vez en cuando Satanás no dará un martillazo, pero mientras más colaboremos con la obra que Cristo está haciendo, más abandonada quedará la obra del enemigo.
La transformación de la mente es una obra de toda la vida. Nosotros hacemos una parte, pero el Señor es el único ingeniero capacitado para llevarla a su terminación.
La meta es tener la “mente de Cristo” (1 Corintios 2:16), tener el “mismo sentir que hubo en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5); y esto es imposible para el hombre pecador.
Nosotros tomamos la decisión, colaboramos en el trabajo, pero sólo Jesús es capaz de transformar esta mente y grabar en ella su sello original (Romanos 8:29).
Dime, ¿quieres ser sano?